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Los ratones y el gato



 

■ Los ratones y el gato.

 

     Marramaquiz, gran gato,

de nariz roma, pero largo olfato,

se metió en una casa de ratones.

En uno de sus lóbregos rincones

puso su alojamiento.

Por delante de sí de ciento en ciento

les dejaba por gusto libre el paso,

como hace el bebedor, que mira al vaso;

y ensanchando así más sus tragaderas,

al fin los elegía como peras.

Éste fue su ejercicio cotidiano;

pero tarde o temprano,

al fin ya los ratones conocían

que por instantes se disminuían.

Don Roepan, cacique el más prudente

de la ratona gente,

con los suyos formó pleno consejo,

y dijo así con natural despejo:

«Supuesto, hermanos, que el sangriento bruto,

que metidos nos tiene en llanto y luto,

habita el cuarto bajo,

sin que pueda subir ni aun con trabajo

hasta nuestra vivienda es evidente

que se atajará el daño solamente

con no bajar allá de modo alguno.»

El medio pareció muy oportuno;

y fue tan observado,

que ya Marramaquiz el muy taimado,

metido por el hambre en calzas prietas,

discurrió entre mil tretas

la de colgarse por los pies de un palo

haciendo el muerto: no era el ardid malo;

pero don Roepan, luego que advierte

que su enemigo estaba de tal suerte,

asomando el hocico a su agujero,

«Hola, dice, ¿qué es eso, caballero?

¿Estás muerto de burlas o de veras?

Si es yo que yo recelo en vano esperas;

pues no nos contaremos ya seguros

aun sabiendo de cierto,

que eras, a más a más de gato muerto,

gato relleno ya de pesos duros.»

Si alguno llega con astuta maña,

y una vez nos engaña,

es cosa muy sabida

que puede algunas veces

el huir de sus trazas y dobleces

valernos nada menos que la vida.

Samaniego

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