La España de los '40'
• HISTORIA
El diestro Juan Belmonte en una corrida de rejones en Salamanca, en 1938. (Foto: EFE)
■ Así vivía la España civil en 1938
Mientras Don Juan Carlos nacía en una clínica de Roma, España sufría el drama de la Guerra Civil. Enfermos y debilitados, miles de compatriotas dependían de la caridad para comer. Fueron tiempos de estraperlo y picaresca, en los que hasta las palomas de los parques acababan en la cazuela. Por una docena de huevos se pagaba 110 pesetas. El cine, el fútbol y los toros eran el único escape.
La guerra se había magnificado y los pequeños combates habían dado paso a las grandes batallas. También se había reducido el número de asesinatos incontrolados. En los calabozos de Falange y los «Preventorios del SIM», que los anarquistas apodaban checas, continuaban las actuaciones arbitrarias. Sin embargo, se mataba menos en las carreteras y las tapias de los cementerios, aunque la muerte continuaba como dueña y señora de los tribunales populares, de los consejos de guerra.
El año se inició con euforia republicana por la batalla de Teruel, conquistada dos días después del día de Reyes. En la otra zona, el día del Niño, porque los juguetes ya no los traían los Magos sino los sindicatos y cooperativas. Sin embargo, Teruel fue una victoria efímera. Después, el Ejército Popular fue masacrado en Teruel, Aragón, en el Ebro y, en vísperas de Navidad, Franco atacó Cataluña.
Cualquier esfuerzo era poco frente a los desastres de la guerra. Muchedumbres de desplazados, huérfanos, hijos de prisioneros, ancianos y viudas dependían de la caridad para comer. Crecía el número de heridos e inválidos de guerra, hasta el extremo de que, el 5 de abril de ?938, el Gobierno de Franco creó, para los suyos, el cuerpo de Mutilados por la Patria, que sustituyó a los antiguos Inválidos Militares. En este frente se sucedían las proclamas sobre la virtud cristiana y una asociación de damas piadosas llamó traidoras a la patria a las muchachas, decentes por supuesto, que flirteaban con los soldados. Sin embargo, mientras se predicaban la moral y las buenas costumbres, el desamparo y la miseria fomentaban la prostitución en los barrios populares y centenares de mujeres ofrecían su cuerpo por pocas monedas.
Muchachas de Auxilio Social reparten comidas a los ancianos en Vinaroz, Castellón, en mayo de 1938. (Foto: EFE)
Sin pan. Cada día, el hambre. La República debía abastecer Madrid, Barcelona, Valencia y zonas muy pobladas. Y sin tener comida para tanta gente, porque las tierras de pan estaban en zona enemiga, como la mayoría del ganado y de la pesca. En cambio, la comida parecía sobrar a los franquistas que, en ocasiones, bombardeaban ciudades republicanas con panecillos. El «pan blanco de Franco» se convirtió en propaganda, acompañado de pasquines con aquello de: «Ni un español sin pan, ni un hogar sin lumbre». En cuanto llegaba al suelo, las hambrientas mujeres y niños se lo disputaban, sin ascos al pan del enemigo. Porque el hambre no tiene banderas.
Faltaban la carne y los cereales, amasándose cualquier cosa que pareciese harina. Los pescadores republicanos no se adentraban en el mar, que dominaba la flota contraria, y hasta tuvieron prohibido abandonar los puertos. El azúcar era casi un recuerdo y se endulzaba con miel, sacarinas… o con nada. Escaseaban las patatas, los garbanzos y las judías, aunque había algo de arroz y lentejas, «píldoras del doctor Negrín» ridiculizadas por los franquistas. Las había, pero escasas y mezcladas con piedrecillas, que debían separarse antes de ponerlas en la olla, pasándolas una a una con el dedo, como rezando un rosario laico.
Milicianos se relajan en una tregua de la guerra en un local republicano de Barcelona. (Foto: Hulton-Deutshc Colecction).
En Barcelona, acabaron estofadas las palomas de la plaza de Cataluña, como antes las gaviotas de Bilbao. Las flores desaparecieron de los patios y jardines, que verdearon patatas y hortalizas. En los pueblos, pese a la intervención y las incautaciones, los campesinos ocultaban parte de la cosecha para la familia. En el mercado negro, el tabaco, el café, la leche condensada y las conservas se intercambiaban como si fueran dinero. Cuando era posible, se enviaban a los niños y los abuelos al campo para que los alimentaran los parientes. Y para ahorrarles los bombardeos, cada vez más violentos y frecuentes, sobre todo en Barcelona.
A precio de oro. Mujeres, ancianos y niños hacían colas interminables con la ilusión de conseguir algo comestible, comprado a cualquier precio. Porque todo estaba tasado oficialmente, sin que la legalidad coincidiera con la vida. La docena de huevos estaba tasada a ?7,50 pesetas y se pagaba a ??0; el kilo de patatas, oficialmente a una peseta, valía ?2; el litro de aceite de tres pesetas podía conseguirse a ?00.
Todo podía comerse. El hambre, el mejor condimento conocido, generó la cocina de la escasez. Las mujeres freían mondas de naranja, hervían hojas de lechuga como si fueran espinacas, preparaban tortillas con harina y cáscaras de fruta, inventaban chuletas con puré espeso de algarrobas rebozado con pan rallado. El Madrid hambriento descubrió la «merluza a la evacuada», hecha de harina y despojos de pescado.
No faltaban las naranjas, el vino, uvas y almendras, pero el café era cebada tostada y, en ocasiones, cáscaras de cacahuete. El tabaco fue sustituido por hojas secas o tomillo y los colilleros, especialistas en auge, aprovechaban las puntas de cigarrillos ya fumados para liar otros nuevos, vendidos por unidades.
Los periódicos incluían recetas para cocinarlo casi todo y aparecieron organizaciones que gestionaban comedores colectivos. En Madrid los hubo para embarazadas, y en Barcelona La Gastronómica dispensó alimentos ajustados a un menú de guerra. Madrid, casi cercado, debía alimentar a numerosos refugiados, más las abundantes tropas en su cinturón defensivo. Barcelona padecía el desabastecimiento de toda Cataluña, con un millón de fugitivos, además de los numerosos funcionarios y militares llegados al trasladarse el Gobierno desde Valencia. En las ciudades faltaba el combustible y se quemaba cualquier cosa para cocinar y calentarse. En Madrid escaseaban la ropa y los zapatos, y una Junta Reguladora de Uso y Vestido clasificaba los artículos según su necesidad.
A veces llegaba leche en polvo o chocolate enviados por los cuáqueros norteamericanos y se desembarcaron toneladas de latas de carne rusa, mayoritariamente destinada al frente, porque el Gobierno quería alimentar a las tropas combatientes, aunque fuera a costa de la retaguardia.
Las cartillas de racionamiento se hicieron documentos preciosos, cuya pérdida suponía una catástrofe. Más de un funcionario procuraba mantener activas, en beneficio propio, las de los ausentes y los muertos.
Niños a la hora del almuerzo en un comedor del Auxilio Social de Sevilla, en enero de 1938. (Foto: Contacto)
El panorama era distinto en la zona franquista. Escaseaban los tejidos, pero no los alimentos esenciales: el café, el azúcar y hasta golosinas como la mermelada, las latas de marisco, el chocolate o las galletas. Había tabaco, aunque faltaban las mechas de chisquero y el papel de fumar, cuyas fábricas estaban en Alcoy (Alicante). La presencia de soldados marroquíes supuso la llegada de comerciantes moros que vendían a la tropa en pleno frente y, cuando se conquistaba una población, instalaban en la calle sus bakalitos con tabaco, comida y hasta costosos artículos, que nadie sabía de dónde habían salido.
En este llamado «II Año Triunfal», muchos adinerados refugiados en la zona de Franco vivían realquilados en Burgos o Valladolid, pero otros recuperaban su nivel de vida. San Sebastián, rebautizado Sansestabién, era la capital del buen vivir y había tantos catalanes en el barrio de Gros que lo llamaban La Barceloneta. En los grandes restaurantes, La Nicolasa, Iruña y Salduba, habían puesto de moda los platos de rape, al que los vascos despreciaban y llamaban «sapo».
Imitando a Alemania, se impuso el «Día del Plato Único». Desde noviembre de ?936, en la comida y la cena de todos los hoteles, restaurantes y casas de comidas, los días ? y ?5 de cada mes, debía servirse un solo plato y un postre, entregando el dinero ahorrado para la pública beneficencia. La prohibición no convenció a las orondas clases superiores, cuya picaresca impuso servir cocido los días reglamentarios, comiéndolo todo, sopa, carne, garbanzos y patatas en el mismo plato (único, naturalmente). Por si fuera poco, se organizaban banquetes con cualquier excusa y con tal exceso que el ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer, en una nota del ? de junio, pidió a las autoridades que redujeran tanta euforia alimenticia.
Se extendían las enfermedades carenciales entre los republicanos de a pie, que se volvieron secos y macilentos. Además de la Cruz Roja y los respectivos cuerpos de Sanidad Militar, sindicatos y cooperativas prestaban numerosos servicios sanitarios y de beneficencia a los republicanos, mientras el Auxilio Social, el Auxilio de Invierno, las Mujeres de Frentes y Hospitales y la Obra de Asistencia al Frente, vinculadas a la Falange, se distinguían en la zona franquista, sobrepasando a las instituciones de la Iglesia.
Existía una inflación reducida porque los salarios se habían contenido y los soldados no cobraban. En cambio, los precios se habían disparado en la zona republicana por el pago de sueldos a los milicianos y soldados y el incremento de los jornales en torno al ?5%. La contienda ya cansaba hasta a los vencedores. Franco ganaba todas las batallas, pero no acababa la guerra y sus partidarios se dolían. Algunos hasta se hartaban de tanta represión, con miles de republicanos en campos de concentración o en la cárcel, donde también continuaban los jerarcas falangistas opuestos a la unificación. En abril de ?938, el general Yagüe pronunció un discurso en Burgos pidiendo perdón para unos y otros, «para que podamos enterrar el odio. Hay que tener el alma grande y saber perdonar. Nosotros somos fuertes y podemos permitirnos ese lujo». Franco lo arrestó y apartó temporalmente del mando del Cuerpo de Ejército Marroquí.
En algunos pueblos levantinos, ante la falta de mano de obra masculina, mujeres voluntarias tuvieron que adecentar las carreteras. 6. Homenaje a las madres de los combatientes en el Ateneo de Madrid. (Foto: EFE)
Vivir a pesar a todo. En ambas zonas, los cines y teatros funcionaban a pleno rendimiento, atiborrados de hombres de uniforme. Comenzaban a aparecer buenos reportajes sobre la guerra: España heroica, Los conquistadores del Norte o La gran victoria de Teruel. Se reponían películas clásicas como Morena Clara, Nobleza baturra o La hermana San Sulpicio y, en una u otra zona, hacían furor las cintas italianas, alemanas o soviéticas. Entre éstas últimas destacó Chapaeev, el guerrillero rojo, celebrada tanto por los anarquistas como por los comunistas. Imperio Argentina rodaba en Alemania e Italia Carmen la de Triana, El Barbero de Sevilla y Suspiros de España. En Barcelona se había reabierto el Liceo. Celia Gámez arrasaba la zona franquista con Las Leandras, y Luis Escobar, auspiciado por la Falange, creaba el Teatro Nacional, empachado de autos sacramentales y obras del Siglo de Oro.
Las corridas de toros habían desaparecido entre los republicanos por reparos ideológicos y, sobre todo, porque el hambre llevó las ganaderías al puchero. En cambio, prosperaban en la otra zona y se exaltaban como gloria nacional. El fútbol era más aceptado por todos, aunque se limitaba a campeonatos regionales y, contra viento y marea, la administración franquista había reconstruido la Selección Nacional. Sustituyó su tradicional camiseta roja por otra de color azul. Por si acaso. El Ministerio de Educación Nacional organizó la Enseñanza Patriótica, una de cuyas asignaturas, la educación física, recomendaba que los niños no practicaran deportes exóticos, sino juegos españoles como la pelota, los bolos o la comba.
Por entonces también se promulgó también la Ley de Prensa, que consolidó la censura previa y el principio de que todos los medios constituían un servicio nacional. En el acto de constitución del Instituto de España, el general Gómez-Jordana, vicepresidente del Gobierno, tomaba juramento a sus miembros y, al llegar a Pío Baroja, le preguntó secamente: «Usted, ¿jura o promete?». A don Pío casi le habían fusilado los requetés del Tercio de Lacar y sabía por dónde soplaba el viento. Respondió: «Lo que sea costumbre».
Gabriel Cardona es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Su último libro es 'Crónica dels militars catalans' (La Esfera de los Libros).
Por Gabriel Cardona.
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