• BIOGRAFÍAS
Informes. Diarios y anotaciones astrológicas de Alí Bey durante su estancia en La Meca, que remitió a España.
■ Alí Bey, el primer español que entró, disfrazado, en La Meca.
No sólo fue el primer europeo no esclavo en entrar en la cuna del islam, sino que hizo un plano del lugar. Hombre de Godoy, conspiró para derrocar al sultán de Marruecos sin el consentimiento de Carlos IV. Domingo Badía, alias Alí Bey, terminó prestando sus servicios de espionaje a Napoleón.
Al descubierto. Este es el plano de La Meca, Arabia Saudí, realizado por Badía tras visitar el santo lugar disfrazado de musulmán.
Si Domingo Badía hubiera nacido un poco más al norte, y no en Barcelona en 1767, Alí Bey sería hoy tan famoso como el doctor Livingstone o Henry Morton Stanley, y sus hazañas tan recordadas como las de Marco Polo y Lawrence de Arabia.
Pero no es así, aunque sus andanzas sean comparables. En 1803 cruzó el Estrecho de Gibraltar haciéndose pasar por un científico y príncipe sirio. Auspiciado por Godoy, ministro de Carlos IV, aprendió árabe, se circuncidó, se rodeó de un séquito y se ganó el favor del sultán marroquí a la vez que conspiraba contra él. Fue expulsado de Marruecos y se dirigió a La Meca convirtiéndose en el primer europeo, no esclavo, que la visitó. Como nadie en Occidente había hecho antes, dibujó, pintó y describió a sus gentes, templos y tesoros. Y cuando, al cabo de cinco años, regresó a España, encontró que sus mentores habían sido expulsados del país. Con sus promesas de gloria metidas en un cajón, marchó a Francia donde, primero Napoleón y más tarde Luis XVIII, reconocieron y rentabilizaron su prodigiosa empresa.
Como si padeciera amnesia, parece que la rica Historia de España ha eliminado de su memoria una de sus más apasionantes facetas. Durante siglos, decenas de españoles viajaron por todo el mundo. La epopeya de Egeria, una monja gallega que llegó a Cafarnaum, en Israel, en el siglo IV; la expedición del diplomático González de Clavijo a Samarcanda (Uzbekistán) y al reino de Tamerlán, en Mongolia; las aventuras de Cabeza de Vaca, de Iradier, el africanista alavés, o los viajes de Adolfo Rivadeneyra por La India e Irán han deambulado de puntillas por la retina histórica. Algunos de esos viajeros olvidados serán recordados en una magnífica exposición, La aventura española en Oriente (1166-2006), que podrá ser visitada a partir del 6 de abril en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Domingo Badía Leblich-Alí Bey, el espía que descubrió La Meca, brilló entre todos ellos. Y aunque podría, no es el personaje de una novela de Walter Scott o de Mark Twain. Es real. Vivió entre 1767 y 1819 y pasó su infancia en Vera (Almería). Cuando tenía 14 años ya trabajaba como funcionario en la costa de Granada. Se casó y tuvo cuatro hijos. Nunca fue a la universidad, pero su pasión por el conocimiento, por dominar todas las ciencias, y su afán aventurero le sitúan en perfecto maridaje entre el ilustrado y el romántico, entre el científico y el soñador.
El 8 de abril de 1801 se plantó en Madrid para ver a Godoy y presentarle su Plan de viaje al África con fines científicos y políticos. A sus espaldas acumulaba numerosos proyectos, como la creación de un banco de la Real Piedad de María Luisa y varias traducciones: un manual de ciencias naturales y un tratado de higrometría, parte de la física que se encarga de la humedad atmosférica.
En 1795, el Consejo Supremo de Castilla le había dado permiso para construir un globo aerostático, un proyecto de investigación pionero en España y también novedoso en Europa. No consiguió hacerlo volar y se arruinó. Incansable, cuatro años más tarde presentó todo un meticuloso plan de guerra para invadir Portugal que, casualmente, ocho años después Napoleón pondría en marcha.
Plan magistral. El gran proyecto que ofertó a Godoy reunía todas las ambiciones que pueden tentar a un viajero: el poder y el dinero, el espionaje, el afán científico, el comercio y la inquietud antropológica. Godoy tenía aspiraciones coloniales. Encargó a Alí Bey provocar un cambio político en Marruecos, por aquel entonces contrario a los intereses españoles, y en sus memorias afirma que llegó a movilizar dinero y armas en Ceuta en previsión de un posible levantamiento de algunas tribus beduinas contra el sultán Suleimán (provocado por Alí Bey).
Aunque se habla de 3.000 reales mensuales, se desconoce la ayuda económica que Badía recibió del Estado, pero tuvo que ser considerable. En mayo de 1802 viajó a París, donde se hizo construir todo tipo de instrumentos —un telescopio, un cronómetro, un higrómetro y un círculo reflectante— para documentar científicamente el viaje. Después fue a Londres, donde se circuncidó.
Badía se transformó en Alí Bey en Cádiz, justo antes de desembarcar en Tánger, donde se presentó ante el cónsul español como príncipe abasí, "siriaco musulmán, educado en las ciencias desde la niñez en Italia, Francia e Inglaterra, por lo que casi olvidó el idioma patrio si bien guardó el orden del Corán". En África, apenas un militar, el coronel Amorós —al que llama Jenny en cartas de amor cifradas que le envía—, y un par de enlaces en Tánger y Essaouira, conocían su misión.
En forma de diario, con fechas y horas, precisando también coordenadas geográficas y astronómicas, describió como nunca antes se había realizado la orografía y la sociedad marroquí. Predijo varios eclipses; y enseguida estableció contacto con el sultán.
En pocos meses llegó a formar parte de la corte. Generoso y confiado, Suleimán le regaló un palacio en Marrakech, el Castillo de Semelalia, le rodeó de séquito y, al extrañarle que no dispusiera de harén, le ofreció mujeres, por lo que tuvo que tomar como pareja a una esclava con la que concibió un hijo, Utmán.
Con la excusa de ampliar su saber científico, durante dos años recorrió el Atlas, las ciudades fortificadas, Rabat, Oujda y Fez, llegando hasta Mogador. Sondeó y conspiró contra el sultán entrevistándose con líderes de tribus enemigas, hasta el punto de comunicar a Godoy que la revuelta era posible. Fue entonces cuando Carlos IV, que desconocía los entresijos del proyecto, se opuso a contribuir a derrocar un régimen por medio de la traición.
Sólo meses después, coincidiendo con la derrota naval francoespañola en Trafalgar y ante la amenaza de una invasión inglesa, el monarca juzgó necesaria la operación. Sin embargo, Alí Bey no pudo retomar sus contactos anteriores y el sultán comenzó a sospechar de él. En diciembre de 1805, Alí Bey fue llevado a Larache bajo el engaño de que allí se reuniría con el sultán, pero en su lugar fue conducido junto con su séquito a un barco libio allí fondeado, sin su hijo Utmán y sin su esposa, para que abandonara el país.
Expulsado de Marruecos, Alí Bey consideró que la única opción que le quedaba era continuar con su viaje científico-antropológico, y tomó la determinación de llegar con su séquito hasta La Meca. Recibió dinero de España y siguió enviando informes. Durante más de un año deambuló por el Mediterráneo entre Trípoli, Grecia, Alejandría y El Cairo, donde realizó amplias descripciones de la cultura, el comercio y los yacimientos arqueológicos, especialmente en la isla de Chipre. Desde Suez atravesó en barco el Mar Rojo y el 26 de enero de 1807 alcanzó Jiddah, a un paso de La Meca.
En su papel de príncipe abasí en Tierra Santa, Alí Bey fue presentado a las autoridades locales. Cumplió con los rituales de su condición regia, entre ellos conocer al "envenenador", un hombre de confianza del poder supremo de la ciudad, encargado de medir la piedad de los peregrinos de cierto nivel y quien decidía si el visitante era digno de cumplir el precepto musulmán o, en su defecto, morir envenenado.
Describió con profusión y planos La Meca y nunca dejó de informar a Godoy de sus movimientos. Por primera vez en la Historia, un occidental dibujó mapas, detalló los ritos islámicos y sus significados, documentó sus templos, jamás antes descritos, y contempló la piedra negra oculta en la Kabaa, dentro del recinto sagrado de La Meca.
Como parte del ritual, se hizo merecedor del título de Servidor de la Casa de Dios, La Prohibida, un honor que representa la limpieza de espíritu; peregrinó al Monte Arafat y observó el nacimiento de un nuevo poder, el wahabita, la corriente islámica predominante hoy en Arabia Saudí.
Tras seis meses en La Meca se dirigió a Palestina, llegando a Jerusalén en julio de 1807. Allí penetró en la mezquita construida sobre el templo de Salomón, pero también visitó Nazaret y los santos lugares cristianos y judíos. En otoño se dirigió a Damasco y de ahí a Constantinopla, pero ya no se detuvo. Camino de París, fue en Bucarest donde Domingo Badía se despojó del personaje de Alí Bey y, abruptamente, dio por finalizado su diario de viaje.
Ocaso de Godoy. No por eso dejaron de suceder episodios que le sitúan en la Historia. Desde París se dirigió a Bayona, donde se encontraba la corte española en pleno, Carlos IV, Godoy y Fernando VII, tras el Motín de Aranjuez de marzo de 1808. Godoy, su mentor, que había llegado a redactar el nombramiento de Badía como brigadier de los Reales Ejércitos tras comunicar al rey sus proezas, no tenía ya poder. Badía llegó a entrevistarse con Carlos IV, quien le comunicó que el Gobierno de España estaba en manos de Napoleón y debía ponerse a su servicio.
Empecinado en rentabilizar su viaje, obtuvo una entrevista con Napoleón Bonaparte, que había recorrido Egipto y Siria, y que, ávido de intereses coloniales, escuchó a Badía e incluso mandó a un oficial francés a Marruecos a corroborar la veracidad de sus afirmaciones.
Domingo Badía pasó así a las órdenes del eventual rey José I Bonaparte, desempeñando cargos administrativos en España, hasta que en 1812 marchó a París con su mujer e hijos. Dos años más tarde publicó su libro de viajes, en francés, bajo el título Viajes de Alí Bey por África y Asia durante los años 1803-1807, firmando como Alí Bey, incluyendo más de un centenar de mapas y láminas.
En Francia fue reconocido como general de los ejércitos franceses y no dudó en volverse a ofrecer como explorador. Diseñó una nueva aventura, una travesía que cruzaría África de Este a Oeste por el centro del continente, desde el cuerno hasta el Atlántico, bordeando el río Níger. Según sus cálculos, si la Atlántida existía, estaba al sur del Sáhara, donde suponía que había un gran lago.
Para esta nueva misión, adoptó una tercera personalidad, pasando a llamarse Hajji Ali Abu Utman, que significa, "el peregrino Alí", padre de Utmán, quizá con la esperanza del reencuentro con su hijo nacido 10 años antes. Contaba 50 años, y cerca de Damasco, una vez iniciado su viaje soñado, falleció en la noche del 31 de agosto de 1819 sin que se sepan las causas de su muerte.
Mientras algunas voces consideran que sólo buscaba dinero, diversión y aventuras, otros afirman que enloqueció, que se creyó su personaje. Salvador Barberá, experto en Alí Bey, ha llegado a describirle como un esquizofrénico.
- + La exposición "La aventura española en Oriente (1166-2006). Viajeros, museos y estudiosos en la historia del redescubrimiento del Oriente Próximo Antiguo" estará del 6 de abril al 25 de junio en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid; www.man.es
[Fuente: José F. Leal y Fernando Escribano]