Explotados en el volcán del azufre
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Fumarolas nocivas. Interior del cráter del volcán Ijen (Indonesia), una de las pocas minas de azufre explotadas a mano que quedan en el mundo.
■ Son imágenes bellas pero encierran uno de los peores trabajos que se pueden realizar. En la isla de Java, en Indonesia, el infierno se llama volcán Ijen. Dentro de su cráter, 200 mineros recolectan azufre inhalando gases que carcomen sus pulmones. Luego transportan el material a sus espaldas durante horas para, al final, recibir cuatro euros al día.
Explotados en el volcán del azufre
Son imágenes bellas pero encierran uno de los peores trabajos que se pueden realizar. En la isla de Java, en Indonesia, el infierno se llama volcán Ijen. Dentro de su cráter, 200 mineros recolectan azufre inhalando gases que carcomen sus pulmones. Luego transportan el material a sus espaldas durante horas para, al final, recibir cuatro euros al día.
El primer paso. Un minero se afana en despegar las piedras y planchas de azufre que se adhieren a las paredes del cráter. El frío de la noche solidifica el azufre líquido que contiene la roca.
Conocí a Mesnawan y a su cuadrilla una apacible madrugada del mes de julio mientras se preparaban para el comienzo de un nuevo día de arduo trabajo en las mismas fauces del volcán Ijen, en el extremo este de la isla de Java. Al igual que el resto de sus compañeros, Mesnawan es oriundo de la isla de Madurai, ubicada al norte de Java, desde donde se han visto obligados a emigrar debido a su extrema pobreza. Desprovistos de tierras propias que cultivar, no tuvieron otra opción que trabajar en la última explotación volcánica de azufre de Indonesia. Ajenos a la belleza exuberante del entorno, este centenar de campesinos purgan sus vidas en este infierno, arriesgando a diario sus vidas dentro del asfixiante interior del volcán.
A cuestas. Los operarios tardan unos 40 minutos en salir con su carga del cráter del volcán. Algunos de ellos caminan descalzos y otros sólo calzan unas chanclas de goma para andar entre las rocas.
Terminado el café, y cuando el sol todavía no ha despuntado sobre el horizonte, emprendemos la extenuante ascensión hacia la cumbre del volcán, a unos 2.400 metros de altitud sobre el nivel del mar. Ni el frío ni la persistente llovizna que comienza a caer parecen minar su voluntad de hierro, la misma voluntad que le ha levantado de la cama cada madrugada durante los últimos 37 años de su vida, desde el mismo día en que se inició la explotación de azufre del Ijen.
Accidentes laborales. Supandi conoce muy bien la mina. Tiene 52 años y lleva 27 arrancando azufre del Ijen. Las quemaduras que muestra son las consecuencias de lo inhumano de su trabajo.
Tras un par de horas a través de una espesa selva húmeda, nos enfrentamos al último tramo. Repentinamente la vegetación da paso a las piedras y la atmósfera se satura de gases azufrados que, mezclados con la humedad del ambiente, caen sobre nosotros en forma de lluvia ácida. Cerca del borde del cráter los gases se vuelven tan densos que me hacen toser persistentemente mientras busco a tientas un apoyo donde sentarme. “Póntelo entre los dientes y no olvides respirar por la boca”, dice Mesnawan mientras me ofrece un trozo de tela de algodón. Ante la falta de recursos, y la despreocupación del Estado, dueño de la explotación, Mesnawan y sus compañeros han utilizado este método durante años como única medida de seguridad contra los nocivos gases del volcán.
Mientras comemos un puñado de arroz y reunimos fuerzas para comenzar el descenso al cráter, el viento afloja dejando al descubierto la espectacular vista del interior. Una enorme y hermosa laguna de aguas turquesas cubre el cráter, dejando un anillo de tierra entre sus orillas y las paredes verticales que delinean el contorno de este caldero. Sobre una de estas paredes, una docena de fumarolas, mezcla de vapor de agua y gases sulfurosos, son el epicentro de una de las pocas minas de azufre explotadas a mano que quedan en el mundo.
De vez en cuando, mientras descendemos el zigzagueante sendero que negocia los 300 metros de desnivel que hay hasta la base del cráter, los gases nos obligan a parar y sentarnos a esperar. Cuando finalmente llegamos al fondo, encuentro a medio centenar de mineros afanados en la recolección del azufre que durante la noche, cuando las temperaturas bajan cerca de los cero grados, se ha solidificado al contacto de los gases con las paredes frías de las rocas.
Mientras los mineros acomodan su carga en cestas de mimbre, buscando un equilibrio perfecto, un equipo de trabajadores contratados específicamente para esta faena van rompiendo, con la ayuda de chuzos, las baldosas de azufre aún adheridas a las paredes para ser recolectadas por los hombres que seguirán llegando durante la mañana. Protegido por el pañuelo en la boca, me acerco hasta donde trabajan los mineros, a escasos metros del lugar desde donde emanan los gases por encima de los 2200 C. Un par de minutos me bastan para constatar la heroicidad del trabajo y las precarias condiciones laborales a las que estos hombres se deben enfrentar.
El olor, a menudo descrito como el de un huevo podrido, es tan penetrante que me costaría días olvidar, e incluso me obligaría a tirar toda la ropa que llevo puesta. Pero sin duda lo peor se lo llevan los pulmones. Expuestos a este aire maldito, todos estos hombres terminan padeciendo enfermedades respiratorias como bronquitis crónicas, enfisemas pulmonares y asma. Tampoco para los ojos la experiencia resulta mejor. El bióxido de azufre, principal componente de los gases volcánicos, al ponerse en contacto con la humedad natural de los ojos reacciona formando un ácido sulfúrico diluido causante de un picor enervante que tarda días en desaparecer.
Bajo el sol ecuatorial del mediodía, me siento tentado a probar las hermosas aguas de la laguna. Mi sugerencia causa un delirio colectivo entre los mineros, asombrados por mi ignorancia. Me explican que, a pesar de su aspecto inocuo, el lago contiene 38.000 millones de metros cúbicos de ácidos sulfúrico y clorhídrico, cuya acidez y temperatura varían en función de la actividad volcánica subterránea. Y aunque la temperatura del agua varía normalmente entre 20 y 400 C, no han sido pocas las ocasiones en que el agua ha alcanzado su punto de ebullición forzando una rápida evacuación del lugar ante la inminente erupción del volcán. Y es que, por añadidura, los mineros deben trabajar bajo un constante estado de alerta, pues los científicos pronostican que una erupción masiva del volcán podría ocurrir en cualquier momento.
Acomodada la carga sobre sus espaldas, comienza la penosa ascensión hasta el borde del cráter, interrumpida nuevamente por ráfagas de aire enrarecido que nos obligan a buscar refugio en repetidas ocasiones. Entonces, el valor y el estoicismo que derrochan estos pequeños grandes hombres superan lo imaginable. Aún cuando no alcanzan el metro 60 de estatura y los 55 kilos de peso, y a pesar de caminar descalzos sobre las piedras, llevan sobre sus hombros entre 70 y 100 kilos de mineral, desafiando los precipicios gracias a su gran sentido del equilibrio. Tras más de una hora de tensión, lentamente los mineros van alcanzando los labios del cráter, donde se toman un merecido descanso fumando un rokok, tabaco rubio aromatizado con clavo, uno de los productos más característicos del archipiélago de Indonesia.
Aprovechando el descanso, Mesnawan, de 53 años de edad, me va contando un poco más de su vida. “Con mis 37 años de trabajo en el volcán, soy el trabajador más veterano aún en activo. A pesar de mi edad, todavía soy capaz de transportar 80 kilos de azufre al día”. Y a pesar de que él, como el resto de su compañeros, trabaja sin contrato, plan de pensión o seguro de vida, se muestra conforme con su suerte. “Me considero afortunado. Tengo muy poca cultura y las 35.000 rupias diarias (equivalentes a cuatro euros) que saco aquí es muy buen dinero. En los arrozales, trabajando para otro, ganaría la mitad”.
Un último esfuerzo lleva a los mineros hasta el punto de partida, seis horas más tarde. A la sombra de un cobertizo, mientras un empleado del Gobierno pesa la carga, otro va pagando, sin demora o protocolo alguno, la mísera recompensa para tan tremendo esfuerzo. Tres céntimos de euros por cada kilo recolectado. Tras engullir otro plato de arroz blanco y picante, los más jóvenes emprenden el regreso al volcán, por segunda vez en el día.
Como hoy es el décimocuarto día consecutivo que Mesnawan pasa en el volcán, decide visitar a su familia para entregarles el sueldo, y aprovechar para descansar un par de días. Al caer la tarde, volvemos a su pueblo, Jambu, a 17 kilómetros del volcán, montados sobre un camión rebosante con las ocho toneladas de azufre recolectados durante el día. En el pueblo, el azufre se almacenará para más tarde ser llevado hasta Surabaya, la segunda ciudad de la isla de Java. Allí, sin haber sufrido proceso de refinación alguno, pues el azufre extraído supera el 95% de pureza, el mineral se tasa por un valor seis veces superior al pagado a los mineros. A pesar de que ellos no lo sepan, el mineral será utilizado como carburante en el proceso de refinación del azúcar y para la fabricación de neumáticos, pesticidas y medicinas para la piel.
Ajenos al mundo exterior y sus problemas, Mesnawan me lleva hasta su humilde cabaña de paja, muros de mimbre y piso de tierra, donde su mujer y su numerosa prole le esperan con ansias. Al alba del día siguiente, Mesnawan me lleva a recorrer los hermosos campos rebosantes de arroz que circundan el pueblo. “Estos campos son la razón por la que dejamos nuestras vidas en la mina”, me dice con la mirada extraviada en el horizonte. “Con un poco más de ahorros, yo y mis hijos seremos dueños de un pequeño terreno que nos permita vivir decentemente”.
Y allí le dejé, con la certeza de que, tal como lo viene haciendo desde los 17 años, mientras sus piernas y pulmones se lo permitan, Mesnawan seguirá subiendo al volcán persiguiendo su sueño.
Sus mil y un usos
Por A.R.
Mesnawan y su cuadrilla de trabajadores no tienen colegas en nuestro país.
A día de hoy no existen explotaciones activas de azufre elemental o nativo en España, aunque sí las hubo en Albacete,
Almería, Murcia, Granada, Teruel, Álava, Vizcaya y Cádiz. ¿De dónde sale el azufre entonces? Según los últimos datos del Instituto Geológico y Minero de España, las 852.959 toneladas de producción patria en 2001 tenían su origen en la minería de sulfuros masivos y las instalaciones de desulfuración de hidrocarburos (gas y petróleo), plantas metalúrgicas y centrales térmicas. O dicho de forma más clara: esas industrias trabajan con materia prima en cuya composición se halla el azufre y al tratarla, se separa y no se desecha, sino que se recupera para su posterior uso.
Aquellos que hayan tenido problemas adolescentes con un cutis grasiento quizá conozcan el jabón de azufre, conocido por sus propiedades astringentes. Incluso hay balnearios que ofrecen baños en aguas sulfurosas. Esas aplicaciones cosméticas no son sino una anécdota comparadas con los principales destinos de este elemento no metálico: la fabricación de ácido sulfúrico y la elaboración de abonos fosfatados para la agricultura. También se utiliza en la vulcanización del caucho y en la manufactura de pólvora y cerillas. Los compuestos derivados del azufre intervienen en la producción de sustancias químicas, textiles, plásticos, pomadas tópicas, para el fijado de negativos en fotografía, refrigerantes, agentes blanqueadores, tintes, pinturas, papel...
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