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Carmina Ordoñez


• Biografía •


 

 

■ Famosa.El mundo de los toros marcó su vida. A pesar de ser hija, sobrina, esposa y madre de torero, ha sido siempre más conocida por su vida privada y sentimental. Se casó tres veces y las tres veces se separó, en el tercer caso con demandas de malos tratos por medio. Antes de cumplir los 30 años, esta sevillana estaba enganchada a los somníferos e ingresó varias veces en clínicas de desintoxicación

{ 2-V-1955 23-VII-2004 }

Una mujer del tipo “y mañana Dios dirá”

Carmen Ordóñez fue situada en la celebridad cuando aún flotaba en la placenta materna por ser hija de quien era. Ese abolengo fue su mayor orgullo y la fuente de altanería que inspiró la más conocida de sus impertinencias: “A mí plin, soy Ordóñez Dominguín”. Una sentencia que ponía en cuestión su equilibrio mental, y que el avispero de plañideras de última hora debería haber inscrito en azulejería sevillana por ser el epitafio ideal que merecía esta hembra de grueso calibre, que despilfarró salud, humor y dinero a raudales.


Objeto de marcada curiosidad, su vida a ojos de la mayoría se resume en la simplicidad de un puñado de titulares de colorín más o menos alborotadores. Algo lógico, porque el dispendio vital de este ser que hizo de su existencia una orgía de despropósitos fue observado con la frivolidad propia del comadreo y, sobre todo, con la mezquindad con que los mediocres solemos mirar lo escasamente concordante.

Es por tanto comprensible que esa extraña forma de vida contribuyera a que el consumidor de banalidades encontrara entre una y mil veces reprobable que alguien proveniente de una esfera social privilegiada viviera de sacar al aire sus miserias. Pero, sin quitar la razón a nadie, se puede afirmar que la personalidad obscena de Carmen encontró en el comercio de las intimidades su modo de sustento más propicio, saqueando un mercado al que, con frecuencia, reventaba la caja con la dinamita de un heterogéneo catálogo de escándalos. Esos botines facilitaron una manera de vivir concupiscente donde se daba cuartel a cada vicio o extravagancia.


Y es que, detrás de esa caricatura de hembra cañí que aprovechaban las revistas para aumentar su tirada, vivía una persona de temperamento volcánico que, en secuencias puntuales de su vida, supo rebelarse contra una educación de corsé que asfixiaba una calidad humana libertina por naturaleza. En realidad, como todas las mujeres nacidas durante aquella tristeza de virginidad ortopédica y traje de domingo, se trataba de una persona destinada a no ser tal, pues fue educada en el señoritismo y el machismo. Una cultura aberrante que completó en la elegancia de un internado suizo para niñas crema. Allí se empapó de compostura, supo de la liaison, dijo hola y adiós a Molière, y aprendió algún fundamento de horticultura. Con el bagaje de esa civilización caótica, decidió abandonar el nido en plena florescencia de su juventud.


Su modo de ser irreflexivo le acompañaría siempre en una búsqueda alocada de lo que entendía por verdadero amor. Así, cuando sus evidentes encantos carnales hacían calcular una madurez que no alcanzaba, comenzó su noviazgo con un pupilo del patriarca. Un joven pródigo en virilidades dentro y fuera del ruedo, a quien le daría dos hijos. Sin que pudiera culpar a nadie, no tardó en saber que los conyugales no distinguen a los ricos y famosos. De más está decir que se vio obligada a admitir que en la vida de hogar cristiano la felicidad de la esposa no llegaba obedeciendo las máximas del Padre Peyton.


A partir de escayolarse la pata quebrada, tomó la determinación de que nadie hablaría por ella en sus relaciones conyugales. Así concentró sus afectos en una serie de ganapanes poco combativos, que aceptaron de buen grado el sometimiento que encerraba ser la pareja de la Ordóñez. Como inevitable consecuencia de su mansedumbre, acabaron todos suspendidos de empleo y sueldo, excepción hecha de un manifiesto melancólico con guitarra, que completó su progenie y, luego, se acogió a una suerte de modalidad vitalicia de prestación por desempleo. Ahora, tras haber adjudicado el cadáver en pública subasta, se zampa los restos en un espectáculo catódico de antropofagia.


Aquellas estabilidades alternaron con una dilatada cohorte de amores de matute. Dado que para estos ayuntamientos furtivos no reparaba en condición alguna de sus mancebos, a última hora cayeron un par de jóvenes noctívagos recién pasaportados de púberes. Un descabello que acarreó nuevos infundios y más de una reprimenda que, por supuesto, fue a saco roto. Además, según afirma la criada trianera que salió respondona, algún perpetrador de animosidades le apodó La polio por atacar a los niños.


Contra la rutina. Carmen fue una mujer del tipo “y mañana Dios dirá”, que suponía un alto el fuego en el sentido común. Dejaba las cosas discurrir por su cauce, mientras miraba hacia otro lado y continuaba tratando su vida a hostia limpia. Era un elixir de marca mayor para combatir la rutina, una idólatra del índice alfabético del Cossío que interrogaba al espejito mágico con la mirada perfumada del exotismo barato de la otra orilla. Un ser capaz de desayunar ostras en el jardín marica del rey de la alta costura y, en horas, sacar dinero para cenar anclada a la barra de una tasca protegida por un buscavidas en acto de servicio, a la espera de pillar unos gramos de farlopa pa que La Señora pudiera matar la noche a tiros. O mejor, para que pudiera maquillar su existencia a pincelas. Que así es como se refería a las rayas con las que buscaba emocionar una vida que nunca le alcanzaba lo suficiente.


Si hubiera que señalar el defecto más evidente de esta abuela multiorgásmica, destaca una generosidad que resultaba atrabiliaria. Tan vanidosa para lo superficial, por el contrario era sinceramente caritativa. Por ello, se abstuvo de hacer propaganda de una filantropía desarrollada en un sinfín de beneficencias de mujer antigua. Era una yonqui de sus jodidas misericordias. Carmen fue una vivalavirgen ruidosa que se flagelaba con un látigo de mil lágrimas arrepentidas ante la del Rocío. Una papanatas iluminada que murió convencida de la taumaturgia de su Esperanza. Pero por encima de todo, era una persona buena. Una colega a quien la autopsia de sus sentimientos hubiera revelado una hemorragia de sufrimiento causada por sobredosis de afectos.

 
Con el cuerpo cansado y el rostro kamikaze, de modo manifiestamente coherente, el 23 de julio se despidió a la francesa quien nunca deseó perder su precioso tiempo analizando los motivos que impulsaban una línea de conducta salvaje. Para cualquiera que comprobara la delicia de conocerla, Carmen siempre significará su épsilon particular, esa letra griega tan singular que no encuentra equivalencia en ningún otro alfabeto. Claro, que todo esto... a ella plin, es Ordóñez Dominguín.

    {* Coto Matamoros es comentarista de programas del corazón en televisión}

[Fuente: elmundo]

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