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Margaret Thacher. Nuevamente de moda

Enero de 1971. Margaret Thatcher elige un sombrero a juego con su abrigo de verano de entre su abundante colección de tocados. Por entonces, era ministra de Educación. La foto es de Selwyn Tait.
Enero de 1971. Margaret Thatcher elige un sombrero a juego con su abrigo de verano de entre su abundante colección de tocados. Por entonces, era ministra de Educación. La foto es de Selwyn Tait.

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a imagen es el retrato de una metamorfosis: la de Margaret Thatcher a punto de convertirse en la Dama de Hierro. Una transformación lenta y minuciosa condensada en la mirada a cámara de la protagonista, coqueta y recatada a partes iguales, inocente y cada vez más segura de sí misma. Sobre el tocador se desparrama un puñado de sombreros pero ella parece haber dado con el que quería. Una pamela azul que lucirá en Chequers o en Buckingham Palace. O quizá en un almuerzo en el Carlton con alguno de sus colegas.

Porque la mujer de la foto no es todavía primera ministra. En enero de ı97ı ni siquiera se le pasa por la cabeza. Y no porque no sea una mujer ambiciosa. Lo es. Pero el techo de sus aspiraciones es el Tesoro: quiere coger el timón de la economía. Y sin embargo ni siquiera ese deseo inconfeso lo tiene cerca. Edward Heath acaba de nombrarla ministra de Educación. Una cartera atractiva pero de poca monta. El cenit de una mujer en el Partido Conservador de los años 70.

De todas formas, no se puede decir que la mujer de la foto sea una advenediza. Tiene 45 años y ı2 de experiencia parlamentaria y ha pasado por todos los escalones de la política. Ahora llega por primera vez a la mesa ovalada del Consejo de Ministros. Y lo hace sentada en una silla diseñada especialmente para su antecesora laborista, Barbara Castle, sin tornillos ni salientes para no arruinar demasiados pares de medias.

Hoy, 37 años después de la instantánea y a punto de cumplirse tres décadas de su llegada al poder, Margaret Thatcher vuelve inesperadamente a los titulares. En primer lugar, por su lento ocaso personal, desvelado por su hija Carol en un nuevo libro. Carol cuenta cómo descubrió hace ocho años los primeros desvaríos en la hasta entonces muy lúcida mente de su madre. Cómo confundía, por ejemplo, la Guerra de Bosnia con la de las Malvinas o llamaba recurrentemente a su esposo como si no hubiera muerto unos años antes.

El bloque duro. Corría 1983 y Margaret Thatcher llegaba a Washington en visita oficial. La pareja ideológica que formaría con el presidente Reagan sería símbolo de toda una época.

El bloque duro. Corría 1983 y Margaret Thatcher llegaba a Washington en visita oficial. La pareja ideológica que formaría con el presidente Reagan sería símbolo de toda una época.

Entre los episodios más descorazonadores del libro, el acaecido en la tarde del ıı de marzo de 2004. Carol cuenta cómo adiestró a su madre durante horas sobre el brutal atentado en Madrid. Aquella noche, la Dama de Hierro tenía invitados y su hija no quería que patinara en el tema del día. Llegaron sus huéspedes y enseguida le hicieron la pregunta lógica: «Margaret, si hubieras sido Aznar, ¿qué es lo primero que hubieras hecho?». La mente entre tinieblas de la baronesa no supo qué contestar.

De todas formas, el retorno de Margaret Thatcher a la actualidad va mucho más allá de las revelaciones sobre su demencia senil. De hecho, su declive físico llega acompañado de una cierta rehabilitación moral. El diario de izquierdas The Guardian publicó hace unos días, por ejemplo, que hay planes para hacerle un funeral de Estado, un honor que sólo ha disfrutado hasta ahora un primer ministro: Winston Churchill.

A la vez, los dos partidos políticos británicos pugnan por capitalizar la imagen de la baronesa. Un impulso lógico en los conservadores pero muy llamativo en los laboristas, cuyos militantes todavía la odian más que a nadie en el mundo. Especialmente conspicuo ha sido el primer ministro, Gordon Brown, que en su adolescencia escribió un duro panfleto contra ella y sin embargo ha cortejado ahora sus favores para ganar votos. El año pasado invitándola a tomar el té en Downing Street y este año llevándosela a merendar a Chequers, la residencia campestre del primer ministro, después de que ella le confesara que echaba de menos sus salones, sus jardines y sus arboledas.

Son guiños rudimentarios del moribundo Brown al electorado conservador, pero reflejan el ascenso definitivo de la Thacher como figura histórica, convertida en heroína nacional en el país al que entregó monacalmente su vida. Algo desde luego imposible sólo unos años atrás, cuando su nombre era sinónimo de recortes, huelgas y estrecheces . Hoy emerge sin embargo su valentía a la hora de abordar la crisis económica y su talla como reformadora social, asumida tácitamente después por todos los gobiernos laboristas.

Diosa para unos y otros. También acaban de rescatar a la Thatcher los conservadores británicos, que durante años la escondieron pudorosamente en el trastero de los cachivaches, temerosos de que el recuerdo de su mandato fuera a escatimarles un triunfo en las urnas. Una estrategia que acaban de clausurar en su congreso de Birmingham, donde su joven líder David Cameron pronunció con orgullo de nuevo el nombre de la Dama de Hierro. Lo hizo trazando en su discurso el paralelismo entre la situación actual y la de finales de los años 70, cuando Thatcher logró una victoria formidable sobre Jim Calaghan (ı976-ı979), un primer ministro que, como Brown, lidiaba con una crisis económica y, como Brown, enarbolaba la bandera de la experiencia.

Fue una mención que electrizó a los delegados conservadores, que veneran a Thatcher como a una divinidad. «Yo estaba en el congreso de ı975», cuenta Alan, un viejo militante de la periferia de Birmingham; «nadie pensaba que fuera a ganar y, sin embargo, ya ve lo que ocurrió después. Una revolución».

Es algo que tampoco se intuía en esta foto de los sombreros, cuando Margaret era tan sólo una ministra inexperta. Una imagen por cierto que no se tomó en su casa de Flood Street en el barrio de Chelsea –donde todavía vive– sino en un caserón victoriano del condado de Kent. Se trataba de una finca con piscina y pista de tenis en el límite de Lamberhurst, al Sureste de Londres. Muy cerca del lugar donde se retiró Darwin. Ella y su esposo Denis la compraron a finales de los años 60, huyendo del bullicio de las calles de Londres. Más que ningún otro, éste es su santuario y su estrafalaria hija Carol lo recuerda precisamente como un lugar «lleno de sombrereras y trajes azules».

De todas formas, no se puede decir que la mujer de la foto gastara mucho tiempo en coqueterías ni en tareas domésticas. Thatcher sólo dio a luz una vez –Mark y Carol son mellizos– y nunca le dio demasiada importancia a la maternidad. La política estuvo siempre en el centro de su vida y sus hijos sufrieron una infancia marcada por el desapego y la desatención.

Con todo, sería bueno desmentir la caricatura de inhumanidad que le luego adjudicaron los sindicalistas y los comentaristas de izquierdas. Su hija Carol recuerda cómo su madre iba a verla todos los sábados al internado. Cuenta cómo, de vez en cuando, iban juntas al cine y cómo el día que vieron la película Mayerling vio a su madre llorar. Era una de esas ocasiones extraordinarias en las que la fachada de Margaret se resquebrajaba. Algo que no ocurría casi nunca, por otra parte. Tampoco durante el tiempo que pasaba en casa. Sus hijos la recuerdan por la noche, todavía con el traje. Recostada a medias en el sofá y con la estilográfica entre los dientes, estudiándose los informes de los funcionarios hasta la madrugada.

Esposo en la sombra. Porque no se puede decir que Margaret perdiera el tiempo. Lo rebañaba con avidez en todos sus recovecos. Hasta el punto de provocar situaciones disparatadas como freír el bacon sin quitarse la gabardina, poner un bizcocho a hornear con la cuchara dentro o llamar a su hija por el nombre de su secretario. Era una vida de ajetreo constante que hizo mella en su esposo, Denis Thatcher, al que había conocido en un mitin. Él por entonces frisaba la treintena y para la época era un divorciado joven. Su primera esposa –también Margaret– le había puesto los cuernos mientras servía como oficial en Italia y el matrimonio había terminado en tumulto.

Las malas lenguas mencionan a menudo el parecido físico y de carácter entre las dos Margaret, pero sería erróneo decir que Denis no vivió enamorado de la segunda. Así lo atestiguan quienes le conocieron que, sin embargo, presentan a un hombre melancólico y dado a la ginebra que a duras penas sobrellevaba la proyección pública de su esposa. No era el producto de los celos ni de un orgullo machista sino la pura avaricia del amor: a Denis le habría gustado pasar más tiempo con ella. Fue un desarreglo que, en los años 60, le sumió en una depresión profunda. Trató de esquivarla cogiendo un año sabático y poniendo rumbo a Sudáfrica, donde se aficionó a los safaris. A su vuelta trató de acomodar su vida a la de su esposa y de ir aceptando la evidencia de que el suyo nunca sería un matrimonio como los demás.

«Se preguntará usted qué pasa con mi marido», decía Margaret con desparpajo en una entrevista; «él está tan ocupado como yo, si no más. El día que di mi primer discurso en el Parlamento él estaba, por ejemplo, en Oriente Próximo. Es un hombre de negocios y su vida sería igual de ajetreada si yo no estuviera en política». Se equivocaba o quería equivocarse. Sus amigos sabían que Denis estiraba innecesariamente sus horas en la oficina esquivando la tristeza de verse solo al volver a casa. En palabras de una persona cercana, «Denis sentía por Margaret la misma devoción que Margaret sentía por ella misma».

Lo que no quiere decir que la mujer de la foto no amara a su esposo. O, al menos, su compañía. «Nunca habría sido primera ministra sin Denis a mi lado», diría en sus memorias; «él siempre fue un pozo de consejos inteligentes y penetrantes y fue lo suficientemente sensible al reservarlos para mí. Ser primera ministra es un oficio solitario. Pero con Denis allí nunca estuve sola. Qué hombre, qué marido, qué gran amigo».

De todas formas, en ı97ı, Downing Street aún quedaba lejos. Tanto, que ella misma confesó en un diario de Londres: «Ni usted ni yo veremos mientras vivamos una primera ministra. Los hombres tienen todavía demasiados prejuicios».

El empeño de la mujer de la foto no estaba pues en su futuro, sino en el día a día de su ministerio. Educación era una manzana envenenada para cualquier ministro conservador. Básicamente, por el control férreo de los funcionarios, que apenas dejaba margen de maniobra política. Se daba por hecho que cualquier propuesta requería el acuerdo de alumnos, profesores, pedagogos y expertos. Fue un guión que la nueva ministra se saltó a la torera algunas veces, aunque no tantas como cabría pensar.

De entrada, no fue demasiado bien recibida. Según el Sunday Times de la época, entre otras cosas, por su apariencia física: «Eran muchas las cosas que hacían desconfiar a los pedagogos: el pelo rubio y repeinado, los ojos azules y afilados, los abrigos de colores chillones y la voz aguda».

La descripción esboza el retrato de una mujer florero sin carácter ni convicciones. Sin embargo, Thatcher se ganó enseguida el respeto de su equipo con su adicción al trabajo y su ejecutoria implacable. Hasta los menos afines le reconocieron logros como el rescate de la universidad a distancia –que el primer ministro Heath quería cerrar– o el mantenimiento del presupuesto educativo en tiempo de recortes. La posteridad recuerda su etapa en el Ministerio, sin embargo, por un episodio desafortunado: su decisión de suprimir el suministro gratuito de leche en las escuelas.

En el origen estaban las estrecheces financieras del Ejecutivo y el deseo de Thatcher de mantener a salvo el presupuesto dedicado específicamente a la enseñanza. El reparto de leche se había implantado durante la posguerra y, según explica su biógrafo Alan Campbell, los laboristas acababan de suprimirlo sin quejas en los institutos.

Cuando ella anunció su supresión en las escuelas de Primaria, todo fue distinto. Los tabloides la cubrieron de insultos. El más popular fue Thatcher, the Milk Snachter (Thatcher, la ladrona de leche), pero la llamaron también «mujer de las cavernas», «máquina registradora disecada» e incluso «Mr. Scrooge con la cara pintada». Hubo un comentarista que dijo que la decisión representaba para la civilización británica «lo que Atila representó en su día para la occidental». Y el diario The Sun abrió un día su portada con la pregunta retórica: «Is Mrs. Thatcher human?».

Una mujer cambiada. Por supuesto, ella se mantuvo en sus trece pero sus biógrafos no ven en ello un indicio de firmeza sino de testarudez. Thatcher sufrió revueltas de profesores y manifestaciones estudiantiles, pero se puede decir que, en general, adoptó una línea conciliadora, lejos de la combatividad desafiante que lució tras su llegada al poder. Se puede decir que sus años en Educación fueron para ella casi un motivo de escarnio. No por la anécdota de la leche sino porque siempre pensó que había sido blanda con la burocracia, poco fiel a sus convicciones y nada reformadora.

Por eso se puede decir que la mujer de la foto de los sombreros es un ser en proceso de extinción. Cuatro años después, será una persona distinta. Para entonces, habrá acumulado el arrojo suficiente para lanzar una campaña por el liderazgo conservador y apuñalar por la espalda a su jefe, Edward Heath.

Hoy, por supuesto, sabemos lo que vino después. El poder encarnado en su célebre imagen en el tanque, tres formidables victorias en las urnas, la derrota del comunismo y el arrojo con el que puso patas arriba la sociedad y la economía británicas. También su impopularidad, el acoso al que la sometió la izquierda y su abrupto asesinato político a manos de su partido en ı990. Es una peripecia política que marcó una época y que ha desembocado en cierto proceso de canonización. Una circunstancia que hace más oportuno que nunca volver sobre el embrión de su carrera. Y éste late en esa mujer de azul que sonríe, recatada y coqueta, invulnerable y frágil, con el pie en el primer peldaño de su inmortalidad.

Fuente: elmundo│magazine

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