Joan Crawford, la peor madre del mundo
|
P ara el público era una generosa estrella de Hollywood, ganadora de un Oscar, que ante la imposibilidad de tener hijos decidió adoptar cuatro niños. Para Christina, la mayor de ellos, una alcohólica neurótica y maltratadora trastornada con la pulcritud.
Christina Crawford tenía 13 años cuando dejó de creer que su madre la quería. Era una edad bien temprana para ver tan profundamente cuestionada la creencia en la bondad del mundo. Pero fue a esa edad a la que ella recuerda que su madre la agarró por la garganta, le dio un puñetazo en la cara y le estampó la cabeza contra el suelo. «Eso no se olvida nunca», afirma ahora, con 68 años. «Se situó muy cerca de mi cara y se le notaba en los ojos... Cualquiera puede ver que alguien está tratando de matarle».
Era una característica de la personalidad de su madre que en ?953 nadie más conocía. Para el gran público, la madre de Christina no era la típica maltratadora con accesos incontrolados de cólera y alcohólica. Para todo el mundo era sencillamente Joan Crawford, la estrella de Hollywood.
El Óscar. Lo ganó en 1946 y 1963 (en la imagen) lo recogió en nombre de Anne Bancroft. Con ella, Gregory Peck, Sophia Loren y Fernanado Lamas.
En la etapa culminante de su carrera, en los años 40, Crawford tenía fama más bien de buena persona. Fue una de las primeras ingenuas del cine, una actriz que había superado una infancia de pobreza para convertirse en una de las mujeres mejor pagadas del mundo del espectáculo. A lo largo de cinco décadas, interpretó papeles de protagonista con Clark Gable en Amor en venta o con Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane? y ganó un Oscar en ?945 por el papel principal de Alma en suplicio. Vivía en una amplia mansión en Brentwood, en Los Ángeles, y empleó su dinero en adoptar y educar a cuatro niños, uno de ellos Christina. Una decisión continuamente elogiada en los extensos reportajes que las revistas dedicaban a la felicidad de su vida en familia. Para Christina, sin embargo, la imagen pública era una mentira entre oropeles. «La gente fantaseaba sobre quién o qué era yo, sobre mi vida familiar, la vida privilegiada de la hija de una estrella de cine. Pero yo no tenía nada de eso».
Un año después de la muerte de su madre, en ?977, de un ataque al corazón, a los 69, 72 ó 73 años de edad, según la fecha de nacimiento que prefiriera creer cada cual, se colmó el vaso de su frustración. En ?978 publicó Mommie dearest (Queridísima mamá), una autobiografía feroz que retrataba a Joan Crawford como una perfeccionista sádica, una alcohólica propensa a castigar las faltas más leves con un rigor desproporcionado.
Fueron las primeras memorias de un personaje famoso en las que se contaba absolutamente todo, el primer libro en el que se hablaba tan abiertamente de una infancia presuntamente marcada por los malos tratos psicológicos y físicos. El libro causó sensación y se mantuvo durante 42 semanas en el primer puesto de la lista de los más vendidos del New York Times. En los años siguientes, los hijos de Bette Davis y Bing Crosby escribieron libros de memorias parecidos en los que sus padres salían bastante malparados, y la película de ?98? que adaptó Mommie dearest, con el mismo título y Faye Dunaway en el papel protagonista, se convirtió en un éxito de culto. Sobre la reputación de Joan Crawford cayó una descalificación tan feroz que nunca ha llegado a recuperarse del todo.
La familia. Alfred Steele, su cuarto marido, Crawford, Christina, Christopher y las gemelas Cindy y Cathy, en 1956.
Perchas de alambre. Hasta el día de hoy, la mayoría de la gente la asocia con una escena vergonzosa que aparece tanto en el libro como en la película en la que Joan Crawford monta una bronca brutal al descubrir que los vestidos de Christina están colgados de unas perchas de alambre. «¡Nada de perchas de alambre!» fue una frase que se incorporó al lenguaje coloquial para expresar la inestabilidad de una madre neurótica. En otra ocasión, Christina recuerda a su madre sacándola a rastras de la cama en plena noche, cuando tenía 9 años, para atizarle en la cabeza con un bote de detergente por haberse dejado restos de jabón en el suelo del baño.
Ahora, 30 años después de la publicación de Mommie dearest, Christina Crawford vuelve a sacar el libro con prólogo y epílogo nuevos, con testimonios de contemporáneos que corroboran sus afirmaciones y con más de ?00 páginas y fotografías que se suprimieron en la edición de ?978.
Los negocios. Al morir Steele, la actriz ocupó su puesto en el consejo de administración de Pepsi. La foto es de 1966.
Christina también tiene sus detractores. A lo largo de estos años, varios colegas de Joan Crawford, entre ellos, su primer marido, Douglas Fairbanks hijo, y la actriz Myrna Loy, han puesto en duda los recuerdos de Christina, a la que han acusado de exagerar y fantasear. Dos de los otros niños adoptados por Crawford, las gemelas Cathy y Cindy, afirmaron públicamente en su día que Christina era una mentirosa e insistieron en que Joan era una madre cariñosa, exigente pero nunca maltratadora.
Han pasado tres décadas y el conflicto entre hermanas sigue sin resolverse. Tanto Cindy como el único varón adoptado por Crawford, Christopher, han muerto recientemente. Pero la animosidad sigue enquistada en las nuevas generaciones. Casey LaLonde, hijo de Cathy, de 36 años de edad, confiesa por teléfono desde su casa de Filadelfia que su madre aún recuerda «un hogar en el que reinaba el cariño. Mi abuela era una madre muy cariñosa, muy protectora de sus hijos, a los que adoraba, una persona maravillosa. Siempre he puesto un cuidado exquisito en no llamar mentirosa a Christina, pero está claro que su experiencia fue muy diferente de la de mi madre y mi tía Cindy».
En marzo de este año una nueva biografía de Joan Crawford arrojó sobre Christina una luz aún menos favorecedora. Not the girl next door, de Charlotte Chandler, incluía entrevistas con la propia actriz en las que ésta cargaba contra su hija adoptada, a la que acusaba de ingrata. Se mencionaba en el libro una cita textual de Cathy Crawford en la que ésta decía que Christina «tenía su propia realidad... No me explico de dónde sacaba sus ideas. Nuestra mamá era la mejor madre que cualquiera haya podido tener».
Hasta ahora, Christina no había respondido. Sin embargo, cuando me encuentro con ella en su casa de Idaho para su primera entrevista en ?0 años, sigue en sus trece. Reconoce que tal vez fuera una niña muy testaruda, difícil en ocasiones, pero señala que su hermano pequeño, Christopher, con quien ella compartió habitación hasta que cumplió ?0 años, confirmó su versión. «Cathy ha hablado sobre su experiencia todo lo que ha querido, y ése es privilegio suyo, pero había ocho años de diferencia entre nosotras. Ella tenía dos años cuando a mí me enviaron a un internado. Ella no podía saber nada acerca de mi experiencia o de la de Chris, no tenía ni idea, nada de nada».
Perritos falderos.¿Quizás, aventuro, las gemelas tenían una personalidad más dócil y eran menos reacias a someterse a la naturaleza dominante de su madre? Se echa a reír a carcajadas. «Es posible», responde. «Lo que mi madre quería eran admiradores incondicionales y perritos falderos, no seres humanos».
Joan Crawford fue, sin duda, un producto manufacturado desde el primer momento, un mito creado por los magnates cinematográficos. Nacida en San Antonio (Texas), su verdadero nombre era Lucille LeSueur. Su padre desapareció de su vida cuando apenas tenía unos pocos meses de edad. Padeció una infancia llena de privaciones y aquello hizo que aborreciera siempre la mugre y el desorden. Resuelta a escapar de su ambiente, llegó a ser corista en Broadway hasta que fue descubierta por los jefes de la Metro-Goldwyn-Mayer en ?924.
Le ofrecieron un contrato y montaron un concurso en una revista para escogerle un nuevo nombre, pues la pronunciación de su apellido era demasiado parecida a sewer, cloaca en inglés. Joan Crawford fue la propuesta ganadora. Cortó las relaciones con su familia, se abrió paso con uñas y dientes hasta la cumbre y se reinventó a sí misma como una leyenda sin pasado. Las fotografías de la época inmortalizan a una mujer extraordinariamente llamativa, con unos marcados pómulos y unas cejas perfiladas que se arquean sobre unos radiantes ojos oscuros. Se advierte también una determinación poco común en la forma de su barbilla y la actitud retadora de su mirada. Más que resultar bonitas, las fotos tienen potencia, intensidad.
Su carácter enérgico y su rotundo atractivo físico sugerían que estaba acostumbrada a conseguir lo que se proponía. Se casó cuatro veces, la última con Alfred Steele, presidente de Pepsi-Cola, cuyo sillón en el consejo de administración ocupó tras la muerte del magnate. Y tuvo un sinfín de aventuras, tanto con hombres como con mujeres, entre las que hay que mencionar un ligue de una sola noche con Marilyn Monroe. Imposibilitada para tener hijos, los adoptó, para lo que recurrió a intermediarios que le garantizaran que no se le aplicarían las restricciones habituales a mujeres solteras y divorciadas. Uno de los cinco hijos con el que se quedó en un principio fue reclamado por su madre biológica a los pocos días. Christina fue adoptada sin problemas en ?939, Christopher, en ?943, y las gemelas, en ?947.
Vista desde fuera, era una familia como de cuento de hadas. Sin embargo, las cosas no eran como parecían. Aunque Joan le dijo a Christina que su madre biológica había muerto al dar a luz, la mujer estaba todavía viva, en realidad. Christina sólo descubrió la verdad a principios de los años 90, cuando se puso a investigar la historia de su familia biológica. Para entonces, sus padres (una estudiante que había tenido una aventura con un hombre casado, un ingeniero) habían muerto.
Christina recuerda una infancia marcada por los violentos cambios de humor de su madre; en un momento podía estar comprándole vestidos de fiesta espectaculares y carísimos y al siguiente atizándole con un cepillo de pelo en el trasero tan brutalmente como para partirlo en dos. «Al principio lloraba», comenta Christina, «luego, ya no. La única arma que me quedaba era no dar muestras de ningún sentimiento». Cuenta también que, por las noches, a su hermano Christopher lo ataban a la cama con cabos de barco para impedirle ir al baño.
¿Cree Christina que Joan Crawford la quiso en algún momento? «Es posible, muy, muy al principio», admite, «pero no era una persona en su sano juicio. Si hubiese hecho hoy parte de lo que me hizo la meterían en la cárcel. Pero nadie hizo nada, a pesar de que todo el mundo lo sabía: el servicio, algunos vecinos... Era un personaje famoso y los sirvientes tenían un trabajo que no querían perder. Y al final ni siquiera eso. Dejó de haber ayuda en casa porque se hacía muy difícil trabajar a su servicio. La agencia de colocación dejó de enviar gente».
Veneno para las taquillas. Conforme su carrera empezó a declinar, los ataques de cólera, la afición a la bebida y la obsesión con la limpieza de Joan Crawford se fueron haciendo más marcados. Los directivos de los estudios la declararon «veneno para las taquillas» y su autoestima no volvió a recuperar los niveles de antes. Para una mujer cuya valoración de sí misma se basaba directamente en su trabajo, aquello representó un golpe brutal.
Madre e hija con Phillip Terry, el tercer marido de Joan Crawford, con el que estuvo casada de 1942 a 1946. "Muy al principio, puede que sí me quisiera", afirma hoy Christina.
El estilo de vida de la familia Crawford, típico de los personajes famosos, aparecía reflejado rutinariamente en las revistas, que contaban hasta el último detalle de las fiestas de cumpleaños y Navidad de unos niños que nadaban en la abundancia. Sin embargo, detrás del papel satinado y del ruido seco de las bombillas de los flashes al estallar, la realidad era completamente diferente, afirma Christina. A los niños se les permitía elegir un solo juguete cada año. Los demás se volvían a embalar y se entregaban a hospitales u organizaciones benéficas, a pesar de lo cual Crawford obligaba a sus hijos a escribir tarjetas de agradecimiento por los regalos recibidos que no les habían permitido quedarse. Cada una de esas tarjetas era revisada personalmente por la madre, que se las devolvía con anotaciones y correcciones hasta que quedaban a la altura de sus exigencias. «Era como una marcha de castigo», cuenta Christina. «Una cuestión de poder y privaciones. De niña, aquello me impidió tener confianza en mí misma. Me sentía completamente abandonada».
Terminó por acostumbrarse a la soledad. A los ?0 años la enviaron a un internado, pero los estallidos imprevisibles y caprichosos de cólera materna continuaban durante las vacaciones. Al acabar sus estudios, Christina trabajó una breve temporada como actriz antes de incorporarse al departamento de promoción de la empresa Getty Petroleum. Desde la publicación de Mommie dearest ha escrito unos cuantos libros sobre malos tratos a niños y en la actualidad es una defensora decidida de los derechos de los adoptados.
Lleva a sus espaldas tres matrimonios fracasados y tomó la decisión consciente de no tener hijos propios. «Nunca he visto un matrimonio o una relación que funcionen, así que no he sabido cómo hacerlo, así de sencillo», explica. «La verdad es que no tenía condiciones para tener hijos y a ratos me sale un genio violento. Tomé la decisión de no tener hijos y nunca me he arrepentido».
Una iglesia y una tienda en ruinas. Durante los últimos ?5 años, Christina ha vivido en pleno campo, en Idaho, en una casita de madera dentro de una extensa reserva india rodeada de coníferas, praderas y montañas. Los únicos edificios que hay cerca son una iglesia y lo que fue una tienda para todo, actualmente en ruinas. No acaba de encajar del todo en un lugar como éste. Vestida con un elegante traje pantalón de color verde, una blusa escotada y unas alpargatas de esparto con cuña, lleva el pelo teñido de rubio y sus ojos azules quedan oscurecidos la mayor parte del tiempo tras unas gafas de sol. Es una mujer extraordinariamente educada y hospitalaria; proclive de vez en cuando a soltar inesperadas carcajadas.
Es también, creo yo, una mujer desconfiada. Muchas de sus respuestas van acompañadas de una mirada fija y penetrante y de cierto recelo en la voz. Cuando le pregunto si el dinero ha sido uno de los factores que motivan la reedición del libro, se me queda mirando a los ojos sin pestañear durante unos cuantos segundos. «Lo vuelvo a sacar porque sigue siendo uno de los pocos relatos reales, auténticos, de malos tratos en el seno de una familia y es importante que siga estando al alcance de todo el mundo», responde.
En su cuarto de estar, amplio y sin tabiques, sorprende de manera inmediata la ausencia de fotografías, como si el interior de la casa se hubiera despojado de todo aquello que pudiera recordarle su pasado. De las paredes cuelgan fruslerías anónimas sin mayor valor (una reproducción enmarcada de Shakespeare, un reloj que da las horas con un trino de pájaros...). A pesar de un breve acercamiento en los últimos años de Joan, tanto Christina como Christopher fueron excluidos de su testamento, en el que se afirmaba textualmente que la decisión obedecía a «razones que ellos conocen de sobra». Christina impugnó con éxito aquel testamento. Dejó de referirse a Joan Crawford como su madre hace unos cuantos años y ahora habla de ella como «mi progenitora adoptada». Es evidente que no la ha perdonado. «Ella nunca asumió ninguna responsabilidad. El perdón es un proceso entre dos personas», añade.
Ahora reedita el libro. Y la familia de su hermana Cathy ha montado en cólera. «Christina dijo todo lo que quiso y todo el mundo se enteró la primera vez», comenta Casey LaLonde. «El libro fue una monstruosidad. Los recuerdos que yo tengo de ella son los de una abuela normal, cariñosa, que se desvivía por cuidarnos. Nunca hubo nada extraño o perverso en ella. Cuando se publicó el libro por primera vez Joan no estaba ya aquí para defenderse. Fue muy cobarde».
Neil Maciejewski, historiador del cine que dirige una web de homenaje a Joan Crawford, reconoce que la actriz «era alcohólica, una maniática dominante, y probablemente no era la mejor madre del mundo, pero he dialogado con mucha gente que la conocía y tengo la impresión de que Mommie dearest no es un retrato que le haga justicia. Recientemente hablé con Betty Barker, que la conoció bien porque fue su secretaria desde los años 30 hasta su muerte. Es una mujer ya anciana que no tendría motivo para no decir la verdad y me ha dicho que Joan tenía sus defectos, pero que de ningún modo maltrataba a sus hijos».
Es posible, no obstante, que una estrella de cine tan obsesionada con su propia imagen, una mujer tan extremadamente perfeccionista, empeñara todos sus esfuerzos en ocultar cualquier conducta de maltrato. Christina podrá ser también muchas cosas como, por ejemplo, una persona sin ilusiones, triste, un poco a la defensiva, pero no da la impresión de ser una persona fantasiosa o mentirosa.
«Cruel» con sus hijos. Y también cuenta con defensores. La fallecida actriz Helen Hayes, cuyo hijo jugaba con Christopher, escribió en su autobiografía que Joan era «cruel» con sus hijos y que sus contemporáneos en Hollywood estaban «enormemente preocupados» por lo que les pudiera pasar a los niños. «Habría resultado inútil que hubiéramos protestado», escribió Hayes. «Joan sólo se enfadaba con sus hijos y probablemente sólo daba rienda suelta a su cólera con ellos».
Quizás podría haber intervenido, como tantos otros, y haber pinchado la burbuja de silencio, pero Joan Crawford era una contrincante de cuidado. Christina afirma que aquella noche de hace tanto tiempo en que su madre trató de estrangularla intervino una secretaria que las separó y llamó a un funcionario de protección de menores para que acudiera a la casa. Según Christina, el funcionario explicó que no podía hacer nada; que tendría que esperar hasta cumplir los ?8 años, en que podría abandonar su casa según su voluntad. Si se recibía alguna llamada más en instancias oficiales, Christina terminaría en un centro de reclusión. «Eso me obligó a pensar de otra manera», explica, secamente. «¡Que la víctima pudiera ser castigada y el culpable quedara impune...! Eso hizo que me volviera un poco cínica».
Cínica, pero no aterrorizada. Nunca más. «Lo más gratificante de salir bien de aquello es que no tengo miedo», afirma. «Si ella entrara ahora por esa puerta le diría que no es bien recibida y que hiciera el favor de marcharse, porque eso es precisamente lo que no pude decirle de niña». El tono de su voz se ha vuelto casi inaudible y se ha quebrado; prácticamente está hablando en un susurro. Mantiene la mirada unos segundos, se levanta y se pone a trastear en la cocina. Incluso ahora, tantos años después, Christina Crawford no quiere que nadie la vea llorar.
por ELIZABETH DAY
+ 'Mommie dearest. 30th anniversary edition' (Seven Springs Press), de Christina Crawford, no está publicado en español.
[Fuente: elmundo-magazine]
Compartir
1 comentarios:
Yo tube una infancia mas o menos parecida, y siento lo mismo que ella.
Publicar un comentario