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¿Necesita un avión? Pues llame al fontanero


• AERONAVES


 Su base de operaciones está en un hangar al sur de Madrid.

Su base de operaciones está en un hangar al sur de Madrid.

■  UN CAZA HECHO A MANO.

José Luis Díaz de la Cruz se gana la vida desatascando tuberías, montando muebles de baño y de cocina. Cuando deja las herramientas de fontanero, se dedica a ensamblar un avión: la réplica de un caza de la II Guerra Mundial, el clásico Mustang P-51. Ha invertido 3.000 horas y 96.000 euros en su sueño: volar a 316 km/h.

Asomarse por el esqueleto del Mustang es como ser testigo de una autopsia. Provoca la misma sensación de intrusión y descubrimiento. De curiosidad por ver más aún. José Luis Díaz de la Cruz construye un avión que es –en tamaño– las 3/4 partes del caza de la II Guerra Mundial. Y las 4/4 partes de su corazón. Díaz de la Cruz no estudió ingeniería aeronáutica. Tuvo que dejar la escuela a los 12 años para trabajar. A esa edad comenzó de ayudante de fontanero. Apenas podía llevar la pesada caja de herramientas, mientras su jefe transportaba una ligera lámpara. El Jota, como le llamaban, era un niño que no poseía el derecho a volar. Tenía los pies anclados al cemento de las obras.

Viendo la minuciosidad que implica instalar el tren de aterrizaje –la precisión del fuselaje, los acabados de la cabina de control–, cuesta creer que este hombre de expresión amable, 51 años, sin varios dientes y con un caminar un tanto cojo, lo haya construido. Por fuera, el cuerpo del Mustang es el de un avión a secas; sin pintura, ningún adorno, poco brillo.

José Luis Díaz de la Cruz es fontanero

José Luis Díaz de la Cruz es fontanero

 

Se sacó el carné de piloto en 1996. Aprobar los exámenes no le bastaba. Él quería su propio avión. Seis años más tarde, contrató a un constructor para que le construyera el Mustang P-51, su gran ilusión. Invirtió 15.000 euros y lo estafaron. Le dejaron unos maderos inservibles. Es un hombre confiado. No había sido la primera vez que lo engañaban. En 1992, lo había perdido todo después de haber invertido en una empresa de planchado. Su competencia le robó un camión nuevo y lo borró del negocio dejándole deudas de más de 15 millones de pesetas. Y tenía dos hijos que sacar adelante.

Siguió creyendo en las personas hasta 2002. Con su avión-utopía no se podía jugar. «Decidí no confiar en nadie más y construirlo yo», cuenta mirando un panel donde se explica la posición de la pieza que une las alas con la jaula de acero. «Me puse a buscar cómo hacerlo. Soy como un boxeador. Me habían dado tantos palos, había perdido casi la vida y había regresado a la pelea. Con algo que me importaba tanto no me permitiría volver a caer». Encontró una fábrica en Estados Unidos que vendía las piezas. «Ofrecía un kit de ensamblaje que permite construir una réplica sólo una cuarta parte más pequeña (las medidas son 7,20 metros de envergadura –distancia de ala a ala– por 7,20 metros de longitud)». Es como si a cualquiera le dieran todas las piezas de un avión y una voz dijera: «Termínalo». Él escuchó esa voz y se creyó capaz de hacerlo. Sabía reparar bañeras de hidromasaje, armar cocinas...

 

El fuselaje y la sección central costaron 28.000 euros

El fuselaje y la sección central costaron 28.000 euros

¿Por qué no?

El primer grupo de tornillos, madera, aluminio, fibra de vidrio, compresores y cables llegó al hangar de sus amigos en Griñón (Madrid), donde está ahora, hace dos años y cuatro meses. Arribó en un contenedor que medía la mitad de un vagón de tren. Se gastó 55.000 euros, incluido el transporte desde Ohio (Cleveland, EEUU). El dinero para estos gastos salió de instalar tuberías. «El negocio iba bien, podía cumplir mi sueño».

El armatoste cambia de color según la luz del día. Sus compañeros de guarida son cuatro ultraligeros. Su constructor lo mueve hasta la pista de aterrizaje de 500 metros. Corta una pieza con la ayuda de un amigo. Se ha formado una comunidad que contribuye a su causa desinteresadamente.

Se escapa pronto de su trabajo para retomar su obra. Come rápido. Habla poco con su esposa Toñi. Cada momento libre lo pasa allí. Las tardes, los fines de semana, los festivos. Según los expertos norteamericanos, se necesitan 600 horas para ensamblar el Mustang. José Luis lleva ya 3.000 horas escamoteadas a su labor de fontanero. «Si valorase esas horas sólo a 15 euros –cualquier mecánico de coche cobra 25– tendría invertidos sólo en esto 45.000 euros».

Al terminar el esqueleto de acero, lo primero que tuvo que hacer fue echar aceite de ricino. «Para que no se me oxide». Es un proceso minucioso y preciso. El aceite cae como miel y la piel del avión parece oro por un instante. «Cada pieza mal colocada son días de retraso y nuevos cambios. El trabajo de terminar el cascarón es como hacer el sombrero de aluminio de un gigante, pero con nuestras pequeñas manos». Al acabar, hay que colocar remaches para asegurar las planchas. El punto final es distribuir un pegamento más fuerte que la soldadura.

 

Mustang P-51(1940) y Mustang T-51/Titan Aircraft (2003)

Mustang P-51(1940) y Mustang T-51/Titan Aircraft (2003)

 

Dibujos. Sujeta un reloj. Un altímetro que irá en la cabina de control. Los instrumentos le han costado 6.000 euros. En todas las paredes del taller que hay dentro del hangar, donde se afinan los detalles más delicados, están colgados retratos del Mustang. A color, en blanco y negro. Y sus dibujos en papel cuadriculado. Allí en tres rayones está terminado. «Si fuera tan sencillo, si bastase tan poco».

En el taller hay sierras, tornos... Sobre una mesa hay un planeador de juguete. Esta habitación mide unos 50 metros cuadrados. El hangar completo unos 600. Se dirige a su avión. Prueba si la pieza encaja. No cabe. Pule los bordes y la coloca en el panel.«Así explicado parece fácil, pero no lo es. Son semanas estudiando planos, revisando y probando. Un solo error y no lo contamos», explica, ocultando su boca mellada.

Cada vez que la abre, envejece 15 años. Sucedió en 2001, se estrelló. «Fue en la pista de Torrejón de la Calzada. Un amigo pilotaba. Se quedó bloqueado en el aire. Entró en shock. Quise coger el mando. ‘¡Suelta la palanca, suelta la palanca!’, le suplicaba». Cinco vértebras lumbares afectadas. Dientes confundidos con la gasolina que le caía encima. En su cabeza había una agujero. Las costillas rotas le oprimían los pulmones. Dos años convaleciente. Tuvo que usar un corsé para sostener su espalda. Su mujer, en el hospital, le rogó que le prometiera dejar de volar. «No puedo hacerlo, cariño», le dijo él.

Para que un avión obtenga su licencia para volar, el proceso de construcción debe ser supervisado por Aviación Civil. Éste es el orden: ellos ven los planos, la descripción detallada del proyecto y dan la autorización. Luego, un ingeniero aeronáutico va periódicamente a ver los progresos. Un año le demoró terminar el fuselaje. Las instalaciones eléctricas han implicado más de 200 metros de cables. Eso, junto a la instalación del tren de aterrizaje, ha tardado seis meses más.

A José Luis le ha tocado un especialista con décadas de experiencia. Cuando llegó a ver el avión, giró en círculos que se hacían más pequeños, acercándose. «Extraordinario, extraordinario» fueron sus primeras palabras. La devoción del ingeniero se explica porque en cualquier libro de historia aeronáutica se relatan las hazañas de la nave, que detuvo al orgullo aéreo de Hitler, la Luftwaffe. Hasta 1982, países como la República Dominicana lo utilizaban oficialmente.

«No puso ninguna pega, me dijo que continuara con esto, que no me perdonará si no lo acabo». La primera vez que José Luis voló fuera de España fue para ver a su «tercer hijo» antes de nacer (así llama a su Mustang, Toñi lo odia, sus dos vástagos no quieren saber nada de la aeronave). En 2004 llegó a la fábrica de Cleveland. «Verlo acabado es increíble. Y pilotarlo: poder disfrutar de su agilidad y su estabilidad». Desde el suelo, vio que también tenía una suerte de ametralladoras. El oficial las movía. Apuntó a un chico de mantenimiento. Fueron varios disparos. Una mancha roja contrastaba con el blanco de su ropa. El hombre cayó. «Le ha matado, pensé». La víctima se levantó riendo. Eran pelotas de tinta. Habían adaptado armas de paint-ball.

El avión casi está terminado. Los tornillos son del tamaño de medio brazo. Una vez apretados y asegurados, las alas ya están colocadas. El avión tiene forma de avión. Ha dejado de ser un puzzle. «¿De dónde somos? –se pregunta Antoine de Saint-Exupéry en Piloto de Guerra, cuando el protagonista está sometido a fuego de artillería mientras sobrevuela el castillo de su niñez–. Somos de nuestra infancia». Es la frase exacta que definiría este momento en la vida de José Luis.

La huida.

Ha tardado ocho meses entre ensamblar las alas e instalar la cabina de mando. Sólo queda ponerle el motor, pintarlo y volar. Despegará la próxima primavera. La velocidad máxima que alcanzará será de 316 km por hora, 966 kilómetros de autonomía de vuelo con el depósito de 120 litros lleno. El motor es un Rotax 914 Turbo de 115 caballos (precio: 35.000 euros). El original alcanzó los 740 km/h, gracias al motor Packard Rolls Royce Merlín de 1.695 caballos.

Al medio año del accidente que casi lo lleva a la tumba, se escapó huyendo del control de Toñi. Fue cuando le quitaron el corsé. Aún con una pierna escayolada, se presentó en el aeródromo ante su antiguo maestro de vuelo. Quería saber si el miedo lo iba a alejar del cielo. Cogió los mandos y despegó. Su profesor lo miraba con atención. Iba junto a un hombre que dirigía un avión con una pierna escayolada y un probable trauma. Planeó ligero. Las nubes, por momentos, ocultaban al aparato. Su profesor lo miró. «Lo llevas mejor que nunca José Luis, lo llevas mejor que nunca».

El 25 de octubre cumplirá 53 años. Se considera un simple fontanero con ilusión. «Quiero conocer toda España desde el aire, luego daré la vuelta al globo. Buscaré al Mustang original –en una feria de aviones de la II Guerra Mundial en Inglaterra, de la que habla como si fuera una leyenda– y aparcaré el mío al lado», así describe su utopía, cada vez más cercana. En su tarjeta de presentación tiene un avión dibujado. A cada uno de sus clientes, cuando hay cierta confianza, le cuenta lo que hace en sus ratos libres. Que está construyendo un avión y que pronto volará. Cada vez que tiene un descanso, regresa al hangar. Antes de comenzar lo observa y parece decirle frases con la mente. Con la firme convicción que, un día cualquiera, conseguirá que le conteste.

 

[Fuente: Por Martín Mucha Fotografías de Ricardo Cases ]

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