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Caterina Sforza



 / GASPAR MEANA

■ Caterina Sforza, una indómita mujer que se enfrentó a los Borgia.

Nació en 1462 y era hija natural de Galeazzo Maria Sforza, hermano del poderoso Ludovico “el Moro”, señor de Milán. Pese a su condición de bastarda, logró que su primogénito heredara los títulos de su padre. Defendió enérgicamente sus posesiones frente a las tropas pontificias.

A finales del siglo XV, la Italia renacentista se encontraba dominada por un puñado de repúblicas, reinos y ciudades estado que pugnaban por expandir su poder en aquellas latitudes sembradas de guerra, hambre y vendettas. El valenciano Rodrigo Borgia ocupaba el trono de San Pedro en el Vaticano, bajo el nombre de Alejandro VI, y su hijo César avanzaba imparable en la conquista de la Romaña. En esta región, sin embargo, las tropas pontificias encontraron un serio obstáculo: una mujer indomable dispuesta a luchar hasta el fin por defender sus posesiones.

La conocida popularmente como "diablesa encarnada" o "virago cruelísima" [virago es utilizado por los italianos para definir a una mujer que lucha como un hombre] nació en 1462, siendo hija natural del noble lombardo Galeazzo Maria Sforza, hermano del influyente Ludovico, el Moro, quien regía la ciudad de Milán.

No obstante, a pesar de su condición bastarda, la pequeña Caterina fue educada como una más en el seno de la familia Sforza y, aún siendo niña, la casaron con Jerónimo Riario, sobrino del papa Sixto IV, quien concedió a su pariente el gobierno en la ciudad de Imola. La relación entre la pareja fue complicada y siempre a expensas de las continuas infidelidades de Jerónimo, lo que no impidió que éste engendrara con su mujer cuatro hijos.

En 1484, tras la muerte de Sixto IV, Caterina —embarazada de siete meses— ya dio muestras de su espíritu aguerrido cuando, para defender su patrimonio territorial, encabezó un pequeño contingente militar en la toma del castillo vaticano de Sant’Angelo. Con esta acción aseguró su dominio sobre Imola, y el nuevo pontífice, Inocencio VIII, le concedió la plaza de Forlí.

En 1488 su esposo murió asesinado a cuchilladas por algunos desafectos y se dijo que ella misma estaba implicada en el complot. Si bien, desde el primer momento, la Sforza se enfrentó a los conjurados demostrando una gallardía propia de los más valientes guerreros. Fuera esto una simple farsa o no, lo cierto es que la bella noble consiguió, gracias a su famosa sangre fría, que se reconociese a su varón primogénito Octavio como nuevo señor de las heredades y los títulos dejados por su padre.

En los años siguientes, la hermosa viuda disfrutó de fogosos amantes, hasta que al fin llegó la gran pasión de su vida: Juan de Medici, un guapo florentino con quien se casó en secreto sin tener en cuenta los inconvenientes dinásticos. De esta unión nacería Juan, futuro héroe nacional italiano que pasó a la Historia con el sobrenombre de Juan, el de las Bandas Negras. Empero, la Sforza padeció un nuevo quebranto con la muerte de su amado en 1498. Una vez más quedaba sola y a merced del peligro encarnado en la familia Borgia, cuyo máximo representante, el papa Alejandro VI, había declarado la ilegitimidad de los señores que gobernaban la Romaña.

Consciente de que la guerra sería el único camino a seguir, Caterina se preparó para defender sus dominios frente a las tropas pontificias, dirigidas por el hijo del papa César Borgia, y decidió utilizar —dados sus conocimientos alquímicos— la treta del envenenamiento contra el Santo Padre. Pero este atentado se desbarató en el último instante, por lo que la Sforza se convirtió en público y malvado enemigo del Vaticano. El 17 de diciembre de 1499 los ejércitos pontificios sitiaban Forlí, tras haber tomado Imola sin oposición.

Sin embargo, aquí sí que planteó una feroz resistencia parapetada con 1.000 soldados tras los muros de la inexpugnable ciudadela interior. Los combates fueron terribles y culminaron con la masacre de la guarnición de Forlí, mientras que su generala era prendida por los hombres del Borgia, quien había ofrecido 20.000 ducados por la captura de su brava adversaria. No fue agresivo con su guapa prisionera que, por entonces, disfrutaba de un exuberante cuerpo, perfectamente conservado y pleno gracias a la utilización de hierbas medicinales de las que Caterina era entusiasta y gran consumidora.

Según parece, la misma noche de la batalla, vencedor y vencida, yacieron juntos víctimas de la pasión o del morbo producido por la fascinación de aquéllos que se reconocen iguales en la ambición. Más tarde, la cautiva fue recluida en el castillo de Sant’Angelo, lugar del que fue liberada pasados unos meses, a instancias del propio César Borgia.

La Sforza entonces se retiró a Florencia, junto a su pequeño hijo Juan, sin que ocasionara más alteraciones en aquella época que la contempló como fémina indómita. Falleció en la luminosa ciudad toscana en 1509. Hoy en día los investigadores históricos la consideran una de las grandes mujeres de la Italia renacentista.

[Fuente: Juan Antonio Cebrián/ GASPAR MEANA]

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