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Primer gran Atlas

• CIENCIA Y TECNOLGÍA


La Tierra como ombligo del Universo (S. II).

► El primer gran atlas del cielo

Sistema copernicano y las estaciones terrestres (1542) Sobre el tamaño de los cuerpos celestes (1660) Las distintas fases de la Luna (1660)

■ La Guerra de los Treinta Años amenazaba su vida y el maestro alemán Andreas Cellarius huía, de noche, de la Heildelberg sitiada por los tercios católicos. Se asomó a las balaustradas celestiales, miró de horizonte a horizonte y reparó en que el frío universo, ilimitado y silencioso, giraba con indiferencia ante sus temores. Para espantar ese escalofrío se propuso catalogar aquel campo ininterrumpido de estrellas en una obra que aglutinaría todas las ideas hasta entonces conocidas sobre el Universo. En 1660 recopiló los mapas del cielo más bellos de su tiempo, y los llamó Harmonia Macrocosmica. El primer gran atlas del cielo que la editorial Taschen publica ahora en versión facsimilar.

Mucho antes que él otros hombres habían sentido el mismo pasmo ante los resplandores del infinito y acunaron a sus hijos con cuentos que pretendían domesticar el enigma de la luz roja y de la materia blanca. Los movimientos de los astros suscitaron la curiosidad de los antiguos que, mirando al cielo, disfrutaban de los itinerarios del éxtasis y de la experiencia del misterio. Intuían que la coreografía de las estrellas gobernaba el destino de las personas.

En las primeras representaciones el Universo no era una esfera, sino un cubo con varias capas. Ése es el esquema de los zigurats, los templos en forma de pirámide desde donde los sacerdotes babilonios se hicieron astrónomos. La primera sospecha acerca de un cosmos con forma de esferas imbricadas surgió hace 2.600 años. Pitágoras ya sabía que la Tierra era redonda como una naranja y Eudoxo de Cnido, matemático de la Academia de Platón, formuló la doctrina que suponía una Tierra inmóvil. Estas esferas concéntricas, como capas de cebolla, girarían con velocidades constantes transportando los cuerpos celestes.

Filolao imaginó cada cuerpo celeste emitiendo en su periplo un sonido continuo, de forma que las distintas proporciones de las esferas se traducían en notas diferentes produciendo una armonía sublime: la «música de las esferas». Es una imagen ingenua, pero también el primer intento de explicar el movimiento de los astros sin invocar causas sobrenaturales. Aristarco de Samos había deducido un sistema heliocéntrico, en el cual la Tierra tenía movimientos de traslación y de rotación. Lo injuriaron por ello, y la idea de que la Tierra era el ombligo del cielo sobrevivió hasta el siglo XVI. El griego Claudio Ptolomeo, que vivió en Alejandría en el siglo II, recopiló ese tinglado geocéntrico en un libro clásico que los árabes llamaron Almagesto. En su mecánica celeste, el griego presumía una Tierra fija sobre la que orbitaban los demás cuerpos celestes. Después de Ptolomeo es como si las luminarias hubieran desaparecido del firmamento. Un hálito de estupidez e indiferencia dejó al cielo hibernando hasta que, en 1543, el polaco Nicolás Copérnico publicó La revolución de las esferas celestes. Postulaba que la Tierra no era el centro de nada, sólo una bola suburbial orbitando alrededor del Sol y sobre su propio eje en ciclos de 24 horas.

Algunas décadas después, el danés Tycho Brahe dibujó una nueva carta celeste con los datos recopilados en su observatorio Uraniborg, en la isla de Hven, en donde disponía de grandes instrumentos goniométricos. Precisó la posición de 777 estrellas. Invirtió 25 años en su catálogo y un año después de su muerte, en 1600, su discípulo Johannes Kepler publicó los resultados. Con la ayuda del telescopio, Galileo Galilei, que había descubierto las lunas de Júpiter y documentado las fases de Venus, ofreció las pruebas inatacables de la validez del sistema copernicano. Cellarius lo sabía, pero bastante había sufrido huyendo de las persecuciones religiosas por Alemania, Polonia y Flandes como para meterse en camisa de once varas. Finalmente, él era más un dilettante que un científico, por eso hizo de su Harmonia más una compilación que un tratado. Como una urraca, lo recoge todo y el resultado es una historia de la evolución de la astronomía. Se sentía un historiador del cielo al servicio de navegantes y otros mansos contempladores de la noche.

Imparcial. Hombre de aficiones variadas y ocupaciones plurales, principalmente maestro de latines y constructor de fortificaciones inexpugnables, no tuvo mucho tiempo para observar el cielo, de manera que recopila todos los sistemas cosmológicos y permanece neutral. Por si la hoguera... Tenía por vana y peligrosa la pretensión de tomar partido ante un Universo que seguiría su curso ineluctable.

De las 29 planchas que reflejan la bóveda celeste de Cellarius, la mayoría muestra un universo geocéntrico. Si a pesar de esta miscelánea, en la que tanto vale lo antiguo como lo moderno, la Harmonia resulta una de las obras más excepcionales del XVII, es por la grandiosidad y belleza de sus ilustraciones en doble folio (32,5 x 53,8 cm), especialmente de sus escenografías: planchas que muestran la Tierra en cuatro perspectivas diferentes. Cada una de esas ilustraciones es, al mismo tiempo, una metáfora, un mapa y un objeto de alta densidad estética. Pero para el astrónomo profesional aportaba pocas novedades, ni cuadros con cifras, ni ejemplos de cálculo. Christiaan Huygens, que poco antes de la aparición del atlas de Cellarius había descrito una luna y un anillo alrededor de Saturno, tuvo la obra en sus manos y observó errores de bulto. Eran tiempos del Barroco, y en el gusto de la época, los grabadores se esmeran tanto en la pureza de las figuras mitológicas que apenas se distinguen las estrellas. La estética se impone a la utilidad y lo precioso a lo preciso.

El espectáculo del hemisferio boreal (1660)

Si los avatares galácticos de Cellarius se salvaron de su inclusión en el Índice de libros prohibidos fue gracias al sabio jesuita Athanasius Kircher, que abogó ante la Curia diciendo que se trataba de un libro de Historia. La reimpresión que Taschen edita ahora es un facsímil de la primera edición de 1660. Los coleccionistas llaman a esta delicada joya tipográfica albo corvo rarior. La distinguen como más rara que un cuervo blanco. En las bóvedas celestes de Cellarius vemos el fastuoso canto de cisne de la belleza en beneficio de la ciencia. El atlas facsímil «Andreas Cellarius. Harmonia macrocosmica» está publicado por la editorial Taschen.

El Rincón de "Fali"

[Fuente: Gonzalo Ugidos]

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