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La Torre no se debería llamar Eiffel

• CONSTRUCCINES


El mayor emblema de París no lo concibió el ingeniero que le dio nombre, sólo compró la patente de la torre.

♦ INGENIERÍA. EL LIBRO MÁS ESPERADO.

► La torre que no debería llamarse Eiffel.

■ Coja lápiz y papel, suspenda el pensamiento, suelte la mano y muy probablemente habrá dibujado una torre, con su base y su cumbre, con su suelo y su cielo. Considérelo el anagrama de un sueño. Antes que usted lo soñó Gustave Eiffel, que no era poeta, sino ingeniero global. La historia de su personalísima revolución empezó 100 años después de otra Revolución que [en 1789] puso Francia patas arriba y amagó con desposeer de sus reinos a las testas coronadas.

La primera piedra se colocó en 1887 y se construyó en dos años.

La historia de esa torre anoréxica, transparente y babélica, con faldas de hierro y orgullo de coloso ha sido contada mil y una veces. En 1900, el propio Eiffel publicó en la editorial Lemercier 500 ejemplares de un libro titulado La torre de 300 metros. Nunca salieron al mercado. Su autor los regaló a amigos, bibliotecas e instituciones. Con 53 planchas a doble página y 33 fotografías de la construcción, el libro desvelaba el fascinante proceso de traer al mundo una estructura que parecía un pararrayos, un insecto, un falo... Pero ahora, la editorial Taschen publica, en gran formato, los textos, las planchas y las fotos de Eiffel de 1900 bajo el cuidado del historiador de la arquitectura Bernard Lemoine. La torre nació condenada a muerte, ya que fue erigida con licencia para excavar los cielos durante sólo 20 años y, sin embargo, ya ha cumplido los 117. Y es que lo efímero en la arquitectura a veces se vuelve paradójicamente perdurable. Eran provisionales los arcos de triunfo erigidos para recibir a los generales romanos victoriosos y lo son las ciudades fantasma ensoñadas por la Disney. Pero la consagración de lo efímero tiene su apoteosis en las Exposiciones Universales, en donde los arquitectos del mundo compiten como artesanos falleros con edificios condenados a la escombrera. Recuperar el orgullo. A mayor gloria de una de ellas, la de París de 1889, brotó del suelo la Torre Eiffel en dos años, dos meses y cinco días. Francia aún se resentía de su derrota contra Alemania, que le costó el trono a Napoleón III, y trataba de reconstruir el orgullo herido abrazando con entusiasmo la fe en los beneficios de la ciencia.

◘ Según los estudios de los ingenieros, la presión de la estructura equivale al peso de un hombre sentado en una silla.

La primera Exposición Universal se celebró en Londres, pero Francia acogió el evento en 1855, 1867 y 1878. El presidente Ferry pensó que para el primer centenario de la Revolución nada mejor que otra para recordar al mundo que París seguía siendo su encrucijada y ombligo. Aunque predestinado a ser chatarra, las almas bellas del bello París vieron en aquel mecano energuménico un insulto al buen gusto. Apenas habían comenzado los trabajos cuando Le Temps publicaba un manifiesto de protesta firmado por exquisitos moradores del Parnaso: Gounod, Maupassant, Dumas hijo... Los panfletarios protestaban contra el objeto «inútil y monstruoso». «Durante años veremos extenderse, como una mancha de tinta, la sombra odiosa de esa odiosa columna», decían.

◘ El primer piso se situó a 57 m con una superficie de 4.200 metros cuadrados.

Masa bárbara, sueño estupefaciente, mástil inacabado, confuso y deforme o supositorio cribado de agujeros que aborta en un ridículo y flaco perfil eran otras lindezas acuñadas por los intelectuales. El florilegio de la saña lo completó Verlaine, que habló de «esqueleto de campanario». Denuestos vanos, porque ese año dos millones de visitantes se pasmaron ante la sinuosa dama de hierro. Lo que era horrible se convirtió en bello y los detractores acabaron bebiendo en vaso largo su propia bilis. Los nuevos vientos que arreciaron contra la torre eran de incienso. Lo había profetizado Eiffel cuando habló de la conyugalidad entre la fuerza y la armonía: «Hay en lo colosal una atracción, un encanto propio que no pueden explicar las teorías del Arte». Pero, como suele suceder con los grandes hallazgos de los hombres, la Torre Eiffel no la concibió el hombre que le dio nombre. Fueron dos ingenieros de su empresa, Emile Nouguier y Maurice Koechlin, los que, en junio de 1884, tuvieron la idea de dibujar una elipsis de lo esencial. Todo lo que no es tradición es plagio, de modo que el proyecto se inspiraba remotamente en Babel, pero más inmediatamente en el inglés Richard Trevithick que, 50 años antes, había propuesto erigir una columna de hierro colado de altura orbicular de mil pies (304,8 m). Los estadounidenses Clark y Reeves reactualizaron la idea para la Expo de Fildadelfia de 1876. El proyecto no vio la luz, pero se publicó en Francia en la revista Nature. No le pasó desapercibido al francés Sebillot, que ensoñó una Torre sol de hierro que, con un faro en la cúspide, iluminaría París. El desafío era superar la altura del obelisco de Washington (1885), que alcanzaba los 160 m, uno más que la catedral de Colonia. El 6 de junio de 1884, Koechlin dibujó el primer croquis extrapolando con audacia los pilares de puentes que asiduamente diseñaba. Los bocetos no entusiasmaron a Eiffel, hasta que pasaron por los lápices de Stephen Sauvestre. Este arquitecto vistió los pies, unió las cuatro aristas y el primer piso con arcos monumentales, situó grandes salas acristaladas en los pisos y dibujó una cima en forma de bulbo. Sólo para él. Eiffel quedó deslumbrado y el mago del acero quiso el proyecto para él solo. Indemnizó a sus colaboradores y registró la patente bajo su propio nombre. Sedujo al ministro de Industria y Comercio para convocar un concurso al que se presentaron 107 proyectos y que ganó él mismo. Se presupuestaron 6,5 millones de francos y un plazo de ejecución de 12 meses. Eiffel tenía 55 años cuando comenzó a erigir un tallo de hierro desde cuya cumbre se vería espejear la luz del sol y los faroles. En su cabeza se iban a revolcar las tormentas y a sus pies se extasiarían las muchedumbres. Su nombre se conocía en todo el mundo. Había construido cientos de puentes de ferrocarril, había levantado el famoso puente sobre el Duero, en Portugal, con su arco de acero de 160 m. Había fundido la Estatua de la Libertad y había diseñado su estructura interior. Además, estaba construyendo las esclusas del Canal de Panamá, cuyo fiasco a punto estuvo de arruinar su honor, su libertad y su orgullo. La primera piedra de los pilares se colocó en enero de 1887. Nunca hubo más de 250 trabajadores a pie de obra, porque una parte sustancial del trabajo se hacía en las fábricas de Eiffel en Levallois-Perret. De los dos millones y medio de remaches de la torre poco más de un millón se colocaron in situ. 50 ingenieros diseñaron durante dos años 5.300 dibujos de detalle o de conjunto y cada una de las 18.038 piezas de hierro tenía un esquema previo que la describía con todo detalle. Los dos pilares junto al Sena se fundaban en el suelo por debajo del lecho del río. Los obreros trabajaban en cajones metálicos estancos. Ni un obrero muerto. La torre crecía, el viento arreciaba, como la rechifla de los espíritus hipersensibles, y los trabajadores se declararon en huelga cuando ya estaba bien avanzado el segundo piso. Protestaban por la jornada (9 horas en invierno y 12 en verano) y porque el salario no estaba en relación con los riesgos. Pero la seguridad funcionaba, de hecho no hubo un solo muerto, a menos que se cuente al trabajador defenestrado en domingo. El desgraciado quiso impresionar a su novia con una demostración de equilibrismo en su día de libranza y se estampó contra el suelo. Ni un grave accidente más hasta el día en que la tricolor flameó sobre la cima. Era el 31 de marzo de 1889, dos meses antes de que el Príncipe de Gales (luego Eduardo VII) oficiara la ceremonia de apertura de la Exposición Universal. No fue el día más feliz en la vida de Gustave Eiffel, porque llevaba dos meses encausado por estafa en las obras del Canal de Panamá. Tocado en su honor, se retiró del mundo de los negocios. Eréctil, contráctil, transparente, la torre hacía pie sobre cuatro pilares que se orientaban en la dirección de los puntos cardinales. La base de los cimientos era una masa de 25 metros de lado y cuatro de altura, así se reducía al mínimo la presión del conjunto sobre el suelo, que no supera los 4,5 kg/cm2. La torre es leve, sus 7.300 toneladas de hierro le pesan a cada centímetro cuadrado del suelo lo mismo que un hombre sentado sobre una silla. El primer piso se situó a 57 m del suelo, tiene una superficie de 4.200 m2 y puede soportar la presencia simultánea de 3.000 personas. En su día, acogió un teatro.

Dibujo de cómo quedaría el primer piso y otros detalles de la estructura..

El segundo piso, situado a 115 m, tiene 1.650 m2 y puede soportar la presencia de 1.600 personas. Es el que tiene mejores vistas. Si el día es luminoso y libra la calima, puede verse el horizonte a una distancia de entre 55 y 70 km. Acoge el restaurante Jules Verne, con una estrella Michelin y listas de espera largas como la sombra de la torre en el crepúsculo. El tercer piso, situado a 276 m, tiene una superficie de 350 m2. Puede soportar la presencia de 400 personas. Una reconstrucción en cera muestra a Eiffel recibiendo a Thomas Edison. La torre no sólo se convirtió en objeto poético, sino que hasta la construcción del edifico Chrysler en Nueva York, en 1930, mantuvo el récord de altura en el mundo durante 41 años. Nació de un sueño industrial y se convirtió en romántica tentación de aventureros. El sastre austríaco Franz Reichelt fue el primero en saltar en 1922 desde el primer piso provisto de un traje inventado para la ocasión. Su salto fue filmado y el documento aún existe. Antes, el brasileño Antonio Santos Dumont había sido el primero en dar la vuelta completa a la punta de la torre en un zepelín. Sus altos vuelos no han sido, sin embargo, tan complacientes con otros espíritus temerarios. Así, 366 personas murieron a sus pies en locos desafíos deportivos, en retóricos suicidios, en accidentes varios. Hazaña también, pero sin valor deportivo, fue la que protagonizó en 1925 Victor Lustig, que consiguió vender la torre en piezas desguazadas a un chatarrero cándido. Como se hablaba aún de desmontarla, el pícaro falsificó documentos del Ministerio de Correos, titular de la torre, citó en el hotel Crillon a las cinco empresas más importantes de recuperación de hierro, anunció a los concurrentes el propósito del Gobierno de abatir la estructura e improvisó una subasta. Adjudicó la puja, cobró el cheque y puso pies en polvorosa. Claude Chabrol reconstruyó ese chusco episodio para el cine en la película colectiva Las más bellas estafas del mundo. Arte es la torre, lo sabe el viento que, cuando enloquece, inclina la cumbre como un junco. Lo supo Edith Piaff, que cantó desde el primer piso ante 25.000 espectadores. También Aznavour y Brassens cantaron allí. Jean Michel Jarre dio un concierto para celebrar los 50 años de la UNESCO ante más de un millón de espectadores. Johnny Hallyday convocó en 2000 a 600.000 personas... Pasaron los tiempos en que injuriar la torre con justas sarcásticas se convirtió en un género literario. El mástil, orgulloso y audaz, con la cabeza alta hablaba a los cielos. Por eso la retrataron Rousseau el Aduanero, Paul Signac, Bonnard, Utrillo, Chagall y, sobre todo, Robert Delaunay, que la pintó 30 veces. Los poetas celebraron esa dura erección a la orilla del río. La filmaron los cineastas. Louis Lumière consumó el primer traveling del cine en el ascensor. En Ninotchka, Lubistsch la utiliza como símbolo de libertad; Simenon la convirtió en escenario de un crimen; Roger Moore se desenvolvió entre sus hierros encarnando a James Bond (007 en la mira de los asesinos). Woody Allen sucumbió al hechizo de la dama fálica en su único musical, Todos dicen I love You. Los cineastas americanos la han mostrado destruida en varias producciones para ilustrar peligros planetarios. Ficciones que habrían podido no serlo, porque en 1944 la torre escapó al incendio premeditado por las autoridades alemanas. Luego sirvió en los dos frentes, primero requisada por la Wehrmacht para comunicar con las tropas; tras la Liberación, por los aliados. El mundo viaja a la torre y ella viaja en forma de llavero, reproducida en postales y carteles, multiplicada en fotos de recuerdo, como emblema del mundo y símbolo de tantas cosas. De París, desde luego, pero también de los itinerarios que dibujan los sueños. El libro ' La torre de 300 metros' (Edit. Taschen, www.taschen.com) sale a la venta mañana. 25 de septiembre. Precio: 99 euros. 160 páginas. Medidas:37,5cm de ancho por 53 cm de alto.

[Fuente: El Mundo] Divúlgalo

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