Durante la II Guerra Mundial, los ejércitos descubrieron la importancia de los códigos y la seguridad de las comunicaciones, de modo que en ambos bandos se idearon máquinas, algunas muy complejas, que cifraban los mensajes haciéndolos ininteligibles para el enemigo. En el Pacífico, el Ejército norteamericano se encontró con un grave problema cuando combatía con los japoneses en la jungla: las máquinas de cifrado eran pesadas y lentas, y las pequeñas unidades no podían disponer de ellas. Para colmo, algunos soldados japoneses hablaban inglés, con lo que a menudo sus mensajes eran interceptados y sus planes conocidos con anterioridad.La solución llegó de la mano de Philip Johnson, un ingeniero que se había criado en una reserva de indios navajos, cuya lengua no tenía relación con ninguna otra europea o asiática y no se enseñaba en colegios ni poseía una cultura escrita. Consistió en reclutar a unos cuantos indios para que hablaran por radio en su lengua. El sonido del navajo era tan extraño que al principio los operadores de EE UU que no estaban al corriente pensaron que los japoneses habían interferido sus frecuencias. Luego todo funcionó y los mensajes se hicieron ininteligibles para los japoneses, aunque también para los americanos, que debían llevar siempre un indio para poder entenderse. Otro problema que surgió es que en navajo no existían palabras para decir avión, bomba o buque. De modo que a todos estos objetos se les asignó una palabra en navajo tradicional: los cazas pasaron a ser “colibríes”, los submarinos, “peces de hierro”, y los morteros “cañones que se agachan”. Para comprender la complejidad de este idioma que nunca llegó a ser descifrado véase la palabra tiburón, con la que se definía a los destructores de la marina, y que, en navajo, sonaba da-hetib- hi beshlo y ca-lo. El código navajo fue considerado alto secreto durante años, y sólo a partir de 1982 se reconoció el papel de los operadores indios durante aquella guerra.
Fuente: Muy Interesante
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