Lincoln y Darwin. Dos personalidades del siglo XIX frente a frente.
■ Contemporáneos. Lincoln y Darwin, dos púgiles por el lugar más influyente de la Historia.
Darwin o Lincoln. La lucha por ser el personaje más influyente de la historia
Nacieron el mismo día, hace ahora 200 años. Mantuvieron relaciones difíciles con sus padres. Sufrieron depresiones. Y los dos triunfaron en su madurez. Una biografía publicada en Estados Unidos recoge las vidas de Darwin, el padre de la Teoría de la Evolución, y de Lincoln, el presidente norteamericano que impulsó la abolición de la esclavitud. La pregunta es inevitable, ¿qué habría pasado si uno de los dos no hubiera nacido?
¿Qué les parece esta coincidencia? Charles Darwin y Abraham Lincoln nacieron el mismo año y el mismo día: 12 de febrero de 1809. Todo el mundo sabe que ambos fueron casi un mito en el siglo XIX, pero ¿quién piensa en ellos como un dúo?
El historiador David R. Contosta lo ha hecho en Rebel Giants (gigantes rebeldes). Esta biografía no descubre nada nuevo, pero los paralelismos hacen que veamos a sus protagonistas bajo una nueva luz. Ambos perdieron a su madre al comienzo de su infancia, sufrían depresiones y se enfrentaron a sus dudas por cuestiones religiosas.
Los dos mantuvieron relaciones difíciles con sus padres y perdieron hijos muy jóvenes. Entre los 20 y los 30 años intentaron establecerse profesionalmente, y ninguno de ellos dio muestras de su futura grandeza hasta cierta edad: Darwin publicó El origen de las especies a los 50 años, y Lincoln obtuvo la presidencia con 51.
Darwin mantenía casi todas sus relaciones por carta y, tras su viaje de cinco años a bordo del HMS Beagle, que realizó de joven, casi nunca abandonó su casa en la campiña inglesa. Lincoln, aunque era una figura pública, cultivó con esmero una imagen de pueblerino que hacía que amigos y enemigos infravaloraran su habilidad, casi maquiavélica, como político.
Un claro indicador de sus logros, de hasta qué punto cambiaron el mundo, es que la época en la que vivieron nos parece ahora muy extraña. El día que nacieron, a Thomas Jefferson le quedaban tres semanas para cumplir su segundo mandato como presidente de Estados Unidos; Jorge III ocupaba el trono de Inglaterra; la Ilustración dejaba paso al Romanticismo; el pueblo creía que Dios había creado el mundo y que el hombre era el rey de la creación. Bueno, en realidad, ciertos hombres, porque aún se aceptaba la esclavitud (su abolición, por ejemplo, no llegaría a Nueva York hasta 1827 y, aunque era ilegal en Inglaterra, no lo sería en sus colonias hasta 1833).
Vidas paralelas. Darwin, el hombre destinado a redefinir la ciencia biológica, comenzó como naturalista aficionado. Coleccionista de escarabajos y de rocas, este joven rico pensó primero en hacerse médico y luego predicador. Obtuvo autorización para embarcar en el Beagle sólo porque él pensó que proporcionaría conversación amena al capitán durante las cenas.
A su regreso, no sólo habría dejado atrás su falta de rumbo, sino que habría adoptado una curiosidad y un escepticismo científico tan rigurosos que lo convirtieron en un adicto al trabajo hasta su muerte. También habría formulado una idea tan subversiva que la mantuvo oculta durante dos décadas. Pero lo fundamental es que se convirtió en el modelo del científico moderno sin contar con estudios de postgrado, becas ni asesoramiento. Cierto que disponía de independencia económica pero, en cuanto a su vocación, era un hombre hecho a sí mismo.
Lincoln también lo era, pero en el sentido más convencional. Como Darwin, no fue buen estudiante, pero ambos tuvieron mentes inquietas y ávidas de saber. De niño, tras un año en el colegio, Lincoln se dedicó a estudiar por su cuenta. Llegó a dominar la trigonometría y leyó por libre textos de Blackstone para ser abogado.
A sus 40 años, tras haber cumplido un mandato como miembro de la Cámara de Representantes de EEUU, se dedicó a estudiar geometría euclidiana como ejercicio mental. Sin embargo, su mito –es cierto que nació en una cabaña–, parece a veces tan idealizado, que hay que empezar a buscar errores en su vida, como un fracaso matrimonial o algunos comentarios torpes sobre la inferioridad racial.
Lincoln fue un gran prosista y unificó el Norte en torno a su persona con una elocuencia tal que sus palabras seguirán teniendo vigencia independientemente del tiempo que pase. Darwin escribió uno de los pocos tratados científicos que merece la pena leerse como obra literaria. Da la impresión de que Darwin sólo era capaz de pensar con la pluma en la mano. Tomaba apuntes y hacía listas de forma compulsiva. La primera obra que publicó, El viaje del Beagle, es la versión revisada y corregida del diario que llevó durante la travesía, y en él se deleita con las variadas formas de vida que va descubriendo en Sudamérica, Australia y las islas de Cabo Verde. No hay ningún momento en que exclama eureka al descubrir, de pronto, los principios de la evolución. Sin embargo, cuando abandonó el Beagle, en 1836, ya estaba convencido de que, en contra de las ideas aceptadas, la vida no era estática, pues las especies cambian y evolucionan. Dos años más tarde concibió la idea de la selección natural, tras leer la obra del economista Thomas Malthus sobre la pugna por los recursos entre los humanos. Ya lo tenía: una teoría global que funcionaba. Las especies evolucionan y las mejor adaptadas prosperan y se reproducen más, desplazando a las otras.
Aunque estaba contento con su descubrimiento, también le horrorizaba, porque entendía sus consecuencias. La Humanidad ya no era el punto culminante de la creación, sino sólo parte de ella; la creación era un proceso mecánico, sin propósito. No es de extrañar que, en lugar de apresurarse a publicarla, mantuviera oculta su teoría y durante los siguientes años tomara apuntes en sus cuadernos sobre las cuestiones metafísicas que planteaban sus investigaciones.
Este espíritu indagador es una de las facetas más atractivas de la personalidad de Darwin. Al leer El origen de las especies, el lector siente que el autor se dirige a él en términos de igualdad. Darwin siempre se muestra dispuesto a confesar lo que ignora o no comprende, y cuando plantea una pregunta, no suele ser retórica. También es un buen vendedor. Sabe que lo que tiene que decir no sólo resultará inquietante, sino también difícil de comprender, por tanto hace un gran esfuerzo para no perder a su cliente. La calidad de su mente se manifiesta en todo el libro, aunque también su carácter: era una persona generosa, receptiva, que siempre respetaba a quienes estaban en desacuerdo con él, como cabe esperar de un hombre que, después de todo, estaba casado con una mujer que defendía el creacionismo.
Hombres meticulosos. Al igual que Darwin, Lincoln también tomaba apuntes de forma compulsiva, y anotaba frases e ideas en trozos de papel, que luego guardaba en los bolsillos del abrigo, en cajones o en su sombrero. También revisaba sus escritos de forma obsesiva. Tras pronunciar el emotivo discurso de despedida en Springfield, Illinois, en 1861, subió al tren en dirección a Washington y, a juzgar por la letra movida del manuscrito, parece que revisó inmediatamente sus comentarios antes de su publicación.
El discurso de Gettysburg se gestó aparentemente de una manera similiar. El invierno y la primavera de 1863 marcaron uno de los momentos más bajos de la Unión. Desde la Proclamación de la Emancipación, emitida a primeros de enero, en el Norte la gente se preguntaba por qué estaban luchando. ¿Para preservar la Unión o para abolir la esclavitud? Lincoln sabía que tenía que aclararlo. La victoria del Ejército del Norte en Gettysburg a principios de julio le proporcionó la ocasión que buscaba: «Hace 87 años nuestros padres dieron vida en este continente a una nueva nación, concebida en libertad, y que defendía que los hombres han sido creados iguales».
Su genio político se sustentaba sobre dos pilares: tenía la capacidad de saber lo que podía hacerse en un momento dado, y sabía cambiar de opinión, adaptarse a las circunstancias. Este es el Lincoln de 1838, que se dirigía al Liceo de Jóvenes de Springfield para hablarles de las obligaciones del ciudadano: «Que todas las madres americanas insuflen el aliento del respeto a las leyes a los bebés que balbucean en su regazo».
Casi 30 años más tarde, durante la inauguración de su segundo mandato, dijo: «Con maldad hacia nadie; con caridad para todos; con firmeza en el bien, tal como Dios nos ha permitido ver el bien, avancemos para terminar el trabajo que nos ocupa; para vendar las heridas de la nación, para cuidar al que ha resistido en la batalla, y a su viuda, y a su huérfano, para hacer todo lo que pueda lograr y mantener una paz justa y duradera entre nosotros y con todas las naciones».
En el discurso, Lincoln menciona a Dios hasta seis veces en un párrafo. ¿Pero qué Dios? Su historia religiosa es el aspecto más confuso de su vida. Su socio, William Herndon, juraba que era ateo. Lo cierto es que hay muchas referencias estereotipadas sobre el «Todopoderoso» en sus discursos. Pero, a medida que avanza la guerra y sus proclamas adoptan un tono más espiritual, las referencias a Dios son menos convencionales. Lincoln era creyente, pero resulta difícil decir en qué o quién.
El Dios del discurso de inauguración de su segundo mandato es inescrutable: «El Todopoderoso tiene sus propios propósitos». Uno de ellos, sugiere Lincoln, podría ser castigar tanto al norte como al sur por permitir el crimen de la esclavitud.
A continuación hace lo que su biografo David Herbert Donald considera «una de las declaraciones más terribles provenientes de un político estadounidense»: «Con cariño esperamos, con fervor rogamos, que este tremendo azote de la guerra desaparezca rápidamente. Sin embargo, si es la voluntad de Dios que continúe hasta que se destruya toda la riqueza acumulada gracias a los 250 años de trabajo sin retribución del siervo, y hasta que se pague la última gota de sangre derramada por el látigo con otras tantas derramadas por la espada, tal como se dijo hace 3.000 años, debemos entonces decir: los juicios del Señor son totalmente rectos y verdaderos».
Es en este punto cuando Lincoln, que ha llevado al público hasta el borde del precipicio, vuelve sobre sus talones en uno de los grandes giros retóricos de 180 grados de todos los tiempos y concluye: «Con maldad hacia nadie; con caridad para todos...». Aún hoy, leer estas conclusiones después de lo anterior es como salir de un negro túnel a la luz, o salir de una guerra que se cobró más de 600.000 vidas. Lincoln era consciente de que las palabras tienen un poder curativo, y sabía cómo utilizarlas. Lincoln, al igual que Mark Twain, forjó el estilo literario americano: directo, rítmico, muscular, hermoso, no bonito. Tal como observa Douglas L. Wilson en Lincoln’s Sword (la espada de Lincoln), era político, no literato, pero al igual que Melville o Thoreau «intentaba perfeccionar una prosa que expresara la forma excepcionalmente americana de captar y ordenar la experiencia». Lo que dice y cómo lo dice es una misma cosa. Es imposible imaginar el discurso de Gettysburg o la inauguración de su segunda presidencia con otras palabras que no sean las que usó.
Lincoln y Darwin fueron revolucionarios, en el sentido de que ambos cambiaron la realidad que existía cuando nacieron. Su persona, y sus escritos, nos parecen modernos porque el mundo que dejaron es más o menos el mismo en el que aún vivimos. Por tanto, considerando la magnitud de sus aportaciones y la coincidencia de su nacimiento, resulta difícil no preguntarse: ¿Cuál de los dos fue más grande? Es como comparar manzanas con naranjas, pero podemos intentar contestar formulando la cuestión de otra forma: ¿Qué habría pasado si alguno de los dos no hubiese nacido? En este caso la balanza se inclina hacia Lincoln. Hay que recordar que Darwin se apresuró a publicar El origen de las especies porque creía que se le iba a adelantar un colega, Alfred Russel Wallace. Es decir, hasta cierto punto era inevitable que se formularan las ideas de Darwin.
El mejor general. Lincoln, en cambio, es una figura sui géneris. De no haber existido, no se sabe qué le habría sucedido al país. Es cierto, su elección a la presidencia provocó la Secesión y, a su vez, la guerra misma, pero esa guerra parecía inevitable, no era una cuestión de si iba o no a estallar, sino de cuándo. Una vez en la presidencia, se convirtió en el hombre indispensable. Tal como ha demostrado James McPherson en Tried by War: Abraham Lincoln as Commander in Chief, la gestión del conflicto por parte de Lincoln fue fundamental para el éxito del Norte. Antes de que Grant llegara al rescate, Lincoln era su mejor general. Claro está, ya sabemos qué sucedió tras ser asesinado: la reconstrucción se administró con objetivos punitivos y más tarde se abandonó, lo que permitió que el problema de las desigualdades raciales se prolongara otro siglo. Pero en este asunto también las declaraciones y los escritos de Lincoln son tan importantes como lo que hizo. Enmarcó el conflicto en un lenguaje que logró unificar el Norte y que aún es una fuente de inspiración.
En cualquier caso, su figura se hace cada vez más impresionante y también más misteriosa. Sigue más allá de nuestra comprensión, aunque no porque no se haya intentado: se calcula que se han escrito más libros sobre él que de cualquier otro ser humano, salvo Jesucristo.
Aunque Darwin no resulte tan irremplazable como Lincoln, sus logros son indiscutibles. Nadie podría haber formulado su teoría tan elegantemente, ni habría sufrido tanto por sus repercusiones. Al igual que Lincoln, Darwin era un hombre valiente. Puso en peligro su salud y su reputación para divulgar la idea de que no estamos por encima de la naturaleza, sino que somos parte de ella. Lincoln condujo una guerra, de la que fue su última víctima, para garantizar que ningún hombre podría mantener a otro bajo su dominio.
La coincidencia de su fecha de nacimiento brinda la oportunidad de observarlos en el contexto de su época, de ver cómo ambos fueron moldeados por sus circunstancias, cómo cada uno de ellos reaccionó a partir de sus creencias y llegó a cambiar el rumbo del mundo en el que había nacido.
+ «Rebel Giants», de David R. Contosta (hardcover). «La caza del asesino», de J. Swanson (Paidós). «La herencia de Darwin», de Chris Buskes (Herder Editorial)
DOS BIOGRAFÍAS PARALELAS EN DIFERENTES MOMENTOS
CHARLES DARWIN.
12-2-1809. Nace en Shrewsbury (Inglaterra).
1831. Termina sus estudios de Letras en Cambridge y se enrola en la expedición científica que a bordo del HSM Beagle pretendía cartografiar las costas de América del Sur.
1839. Contrae matrimonio con su prima Emma Wedgwood con la que tendría 10 hijos.
1859. Después de dedicar 20 años a dar forma a sus investigaciones, Darwin publica El origen de las especies.
1860. Las teorías evolucionistas son sometidas a debate en una memorable sesión en la Universidad de Oxford.
1882. El 19 de abril de 1882 Darwin muere en Downe (Inglaterra) y es enterrado en la Abadía de Westminster, en Londres.
ABRAHAM LINCOLN.
12-2-1809. Nace en el actual Condado de LaRue del Estado de Kentucky. (Estados Unidos).
1842. Contrae matrimonio con Mary Todd.
1860. Se convierte en el décimosexto presidente de Estados Unidos y el primero del Partido Republicano.
1863. En el Discurso de Gettysburg, una de sus grandes demostraciones de oratoria, anuncia la emancipación de los esclavos.
1865. En el mes de marzo, inicia su segundo mandato presidencial consecutivo.
1865. El 14 de abril es asesinado por John Wilkes Booth, un actor y simpatizante del Sur, mientras asistía a una representación en el Teatro Ford, en Washington.
Fuente: elmundo.es│magazine│Por Malcolm Jones. Ilustración de Ulises Culebro
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