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La noche más oscura de la Madre Teresa de Calcuta


• Biografías•


 

♦ Nota: Artículo un tanto prolijo, pero no por ello deja de ser interesante

 

■ LAS CONFESIONES DE LA MADRE TERESA. Cumpliendo la petición de su confesor, el padre Picachy, la Madre Teresa le envió una carta dirigida a Jesús. Fue el 3 de septiembre de 1959. No tenía intención de publicar sus cartas, que redactaba de manera informal. Abunda el guion. Toda interrupción de pensamiento la marcaba con un guion. Esta particularidad es expresiva del dinamismo de su personalidad, de sus prisas por hacer lo siguiente y no estar ocupada con «lo no esencial».

Tras un intenso debate, el Vaticano ha decidido divulgar las cartas privadas de «la santa de Calcuta». Un conmovedor testimonio de las dudas de la diminuta monja albanesa que levantó un imperio de esperanza para los más pobres de este mundo. La correspondencia muestra su más íntimo y ejemplar calvario.

El 5 de septiembre de 1997, la Madre Teresa se quejó de un fuerte dolor de espalda. Apenas podía respirar. Las monjas que la cuidaban se alarmaron. Llamaron a un sacerdote y a un médico. Fue conectada a un respirador artificial, pero de repente la electricidad se fue y la casa quedó a oscuras. Los dos generadores de emergencia también fallaron. Eran las nueve y media de la noche. Calcuta entera estaba sumida en las tinieblas mientra agonizaba una mujer que había irradiado luz.

Tenía 87 años. Paradójicamente, había pasado la mitad de su vida en la más absoluta angustia espiritual. En una carta a uno de sus confesores revelaba algo sorprendente, un secreto que la acongojaba y que procuró tapar bajo el manto de su sonrisa: «Ahora, padre, desde 1949 o 1950, tengo esta terrible sensación de pérdida... El lugar de Dios en mi alma está vacío. No hay Dios en mí. Él no me quiere.

Él no está allí».
Diez años después de su muerte, sus Misioneras de la Caridad están presentes en más de 120 países y parecen inmunes a la crisis de vocaciones. Cinco mil religiosas, quinientos frailes y decenas de miles de voluntarios que cuidan de los moribundos, los parias, los leprosos o los enfermos de sida (`la lepra del tercer milenio´). Tal es la fuerza magnética de «la mujer más poderosa del planeta», como la definió Javier Pérez de Cuéllar, ex secretario general de la ONU. Ella hubiese preferido pasar inadvertida, diminuta en su sari de algodón blanco y con menos carnes que un pajarito, pero enérgica; siempre con prisas, levantándose cada día a las 4.40 de la madrugada porque le faltaban horas. Se consideraba a sí misma «un lápiz en las manos de Dios» y nunca se dio importancia. No pudo ocultar como hubiese querido su trabajo entre los pobres. «La santa de las cloacas», la llamaban; «el ángel de las alcantarillas.» Pero consiguió mantener escondidos los más profundos aspectos de su relación con Dios. El arzobispo de Calcuta, Ferdinand Périer, y algunos sacerdotes fueron los únicos que vieron un atisbo de su terrible drama espiritual, y ella les rogó que destruyeran todas sus cartas. No la hicieron caso.

Así, cuando se recopilaron los testimonios y documentos durante el proceso para llevarla a los altares (fue beatificada seis años después de su muerte, el siguiente paso es la canonización), se vio la magnitud de su sufrimiento. El descubrimiento dejó estupefacto al padre Brian Kolodiejchuk, postulador de la causa de canonización. Pidió consejo a sus superiores. ¿Qué hacer? ¿Correr un velo para evitar crear sombras en la imagen de uno de los iconos más luminosos del siglo XX o exponerlo? Y en tal caso, ¿cómo? ¿Censurando los pasajes de mayor zozobra o sin medias tintas? Existía un precedente que invitaba a la apertura: la filtración de que se le había practicado un exorcismo a la Madre Teresa cuando estaba ingresada en un hospital de Calcuta, en 1996, y se arrancaba las sondas aterrorizada por «la presencia del diablo». Quizá la franqueza evitaría dar nueva carnaza al sensacionalismo.

 

Hubo un intenso debate en el Vaticano y se decidió que el mundo debía conocer los detalles. Y que debía ser alguien lejos de cualquier sospecha de atizar la polémica quien lo hiciese. La responsabilidad cayó, precisamente, sobre el padre Kolodiejchuk. Su misión se antojaba delicadísima: mostrar las dudas de fe de la Madre Teresa e interpretarlas dentro de su contexto biográfico y teológico de una manera exquisita, a riesgo de proporcionar argumentos para los interesados en desmitificarla, pues la religiosa también se granjeó enemigos. Nunca se arredró a la hora de defender sus convicciones, ya fuese contra el aborto, como en su discurso cuando recibió el premio Nobel; o contra la guerra, viajando a Bagdad en 1991 y abriendo allí un hogar y una clínica financiadas por Sadam Hussein mientras el Pentágono echaba pestes: más temible que una división de la Guardia Republicana era aquella ancianita capaz de arruinarles el marketing de la operación Tormenta del desierto.

«Ya es beata, y espero que pronto sea santa», afirma el sacerdote canadiense autor del libro Ven, sé mi luz, que ahora se publica en España. Kolodiejchuk aclara que la lectura de las cartas secretas de la beata de Calcuta muestra «el sentimiento de desamparo propio de una persona que, después de haber vivido un estrechísimo vínculo personal con Cristo, comienza a no sentirse amada por Él». Una sensación que no la abandonaría hasta su muerte, «excepto durante unas pocas semanas gozosas en 1958». Para el autor del libro, las dudas de la Madre Teresa «la engrandecen, realzan su humanidad y son una muestra de su perseverancia, pues decidió no abandonar su trabajo entre los más pobres, pese al vacío que la torturaba». La jerarquía católica considera que «estos momentos de crisis y debilidad que experimentan los grandes santos son normales». Y cita al místico San Juan de la Cruz, las negaciones de San Pedro o al mismo Jesús en el huerto de Getsemaní y en la cruz.

Esa crisis da otra vuelta de tuerca a una biografía excepcional. Inés Gonxha Bojaxhiu nació en 1910. Con 18 años solicitó su admisión en las Damas Irlandesas. Hizo el noviciado en Darjee-ling, a los pies del Himalaya. En 1931 fue enviada a la India para dar clases en uno los mejores colegios de Calcuta. Sus alumnas la recuerdan como «una profesora un poco rara» que no encajaba allí. En 1946 siente que Jesús le habla durante un viaje en tren en el que contempla desde la ventanilla a los «pobres entre los pobres» que viven arrimados a las vías. Es «la llamada», el momento culminante de su vida. Ve con una lucidez sobrenatural lo que tiene que hacer. Órdenes directas de Dios. Decide dejar el convento para ayudar a los miserables, pero le niegan el permiso. El arzobispo de Calcuta no la tragaba. «Conozco a esa mujer. No sabe ni encender un cirio.» Finalmente el Papa autoriza su exclaustración. Abandona el convento con lo puesto.

Recorre los vertederos recogiendo a bebés abandonados y luego a los moribundos. Funda las Misioneras de la Caridad, una orden de una austeridad espartana. «Hay que ser pobre para ayudar a los pobres, para entender sus necesidades.» Y en esa época, cuando más claro lo tiene, deja de sentir la presencia de Dios. Es un apagón súbito después de una etapa de luz cegadora. Quizá la inmersión en el sufrimiento humano es demasiado violenta como para salir indemne. Ha visto mujeres agonizando entre los escombros, con los pies roídos por las ratas. Ha recogido ancianos cubiertos de gusanos en las basuras... Al principio está desconcertada y temerosa. Se culpa a sí misma. «Soy débil y añoro la comodidad, ser amada.» Sufre en silencio durante años. Hasta que no puede más y en una carta al arzobipo de Calcuta, en 1953, menciona de pasada su desolación. Monseñor Périer, que nunca terminó de entender a esta monja atípica y empecinada que siempre se salía con la suya, lo atribuye a sus prisas y la despacha recomendándole tranquilidad y ejercicios espirituales.

Fue una época convulsa para la congregación y eso la ayuda a despreocuparse de su propio sufrimiento. Abre la Casa de los Moribundos junto a un templo de la diosa hindú Kali. «Hemos tenido problemas otra vez en Kalighat. Me dijeron muy fríamente que debo dar gracias de que aún no haya recibido un tiro o una paliza. Les dije, con mucha tranquilidad, que estaba dispuesta a morir por Dios.» Pero su angustia se hacía cada vez más difícil de llevar. «Mi alma permanece en profundas tinieblas.» En enero de 1955, la Madre Teresa comenzó a sentir, además, «una soledad tan profunda que no lo puedo expresar». Deseaba desahogarse con alguien de confianza, pero rara vez lo hacía, excepto ocasionalmente con su director espiritual, el padre Van Exem.

La Madre Teresa debía enviarle una vez al mes un informe sobre su apostolado al arzobispo. Esos textos están salpicados de anotaciones de la vida cotidiana. Ella no hacía distingos entre religiones: «Hemos comprado ropa nueva para 1.212 niños católicos de los barrios más míseros. A los hindúes se la daremos en septiembre durante sus festividades y a los niños musulmanes cuando termine el ramadán». Pero también hay gotas de su propia desesperación: «Rece por mí, pues en mi interior hay un frío glacial... Soy un bloque de hielo. Sólo la fe ciega me sostiene. Es un sentimiento terrible de ausencia de Dios. A menudo voy al confesionario con la esperanza de hablar, pero no sale nada».

Para la Madre Teresa, la presencia de Jesús había desaparecido, sólo lo reconocía bajo el «doloroso disfraz» de los pobres. Según el padre Kolodiejchuk, la sonrisa de la Madre Teresa «no era una máscara hipócrita. Ella intentaba esconder sus sufrimentos, incluso a Dios, para que los demás, especialmente los pobres, no sufriesen. En lugar de ahogar su impulso misionero, la oscuridad la fortalecía». Toca fondo en 1959. Se siente «abandonada» por Dios. Le da miedo incluso formular sus pensamientos. «¿Dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo no hay nada, sino vacío.» «No tengo fe. No me atrevo a pronunciar las palabras y los pensamientos que se agolpan en mi corazón. Me da miedo descubrirlos a causa de la blasfemia.» «Todo el tiempo estoy sonriendo. Las hermanas piensan que mi fe llena todo mi ser. Si supiesen cómo mi alegría es el manto bajo el que cubro el vacío y la miseria.»
Kolodiejchuk interpreta este sufrimiento como una identificación radical de la Madre Teresa con los marginados. «El mayor mal es la falta de amor y de caridad, esta terrible indiferencia hacia el prójimo que vive al borde de la carretera agredido por la explotación, la corrupción, la pobreza y la enfermedad.» O como explicaba la propia Madre Teresa: «Es peor no sentirse amado que tener cáncer o tuberculosis».

Pero ella temía ser una impostora. «Las personas dicen que al ver mi fe se sienten más cerca de Dios. ¿No es esto engañar a la gente? Cada vez que quiero decir la verdad, que no tengo fe, las palabras no me vienen. Mi boca permanece cerrada. Y continúo sonriendo siempre a Dios y a todos.»

Con los años, la Madre Teresa dejó de preguntarse sobre el misterio de su constante oscuridad. La aceptaba serenamente. Su salud empeoró, pero su actividad siguió siendo frenética. Desde 1994 sufría brotes de malaria, tos, resfriados... Se fracturó el hombro y tres costillas debido a una caída en Roma, pero esto no fue suficiente para mantenerla en la cama. Y ya era octogenaria. Colaboraba en las tareas más sencillas. Ayudaba a lavar los platos, limpiaba la mesa. Pero en 1996 su estado se deterioró tanto que fue hospitalizada. Uno de sus confesores recuerda que: «No podía hablar ni moverse con el respirador que le habían fijado con cinta adhesiva. Hizo una señal para pedir un bolígrafo, pero no pudo escribir. Lo intentó durante tres días. Al final consiguió garabatear Quiero a Jesús». Sin embargo, se recuperó y siguió activa hasta su muerte. A sus funerales asistieron un millón de personas.

Günther Grass dijo que la ciudad de Calcuta «fue defecada por Dios». Pero la Madre Teresa replicaba que «Calcuta está en todas partes». Y escribió: «Si alguna vez llego a ser santa, seguramente seré una santa de la oscuridad. Estaré ausente del Cielo para encender la luz de aquellos que en la Tierra están en la oscuridad». Un escritor jesuita, el reverendo James Martin, lo resume así: «Hasta ahora se recordaba a la Madre Teresa por su ministerio de los pobres. Quizá desde este momento sea también la abogada de la gente que ha experimentado alguna duda o la ausencia de Dios en su vida, creyentes o no, ateos, agnósticos... en fin, de todos».

Las confesiones de la Madre Teresa
«Jesús mío, dicen que la gente en el infierno sufre un dolor eterno por la pérdida de Dios—resistirían todo ese sufrimiento si solamente tuviesen un poco de esperanza de poseer a Dios. —En mi alma siento ese dolor terrible de pérdida—de que Dios no me quiere—(...) (Jesús, por favor, perdona mis blasfemias—se me ha dicho que lo escriba todo). —Esa oscuridad que me rodea por todas partes—no puedo elevar mi alma a Dios—no entra luz alguna ni inspiración en mi alma. —Hablo del amor a las almas—del amor tierno a Dios—las palabras pasan a través de mis labios—y anhelo con un profundo deseo creer en ellas. —¿Para qué trabajo tanto? (...) Cielo, qué vacío—ni un solo pensamiento del Cielo entra en mi mente—pues no hay esperanza. Tengo miedo de escribir todas las cosas terribles que pasan en mi alma. —Te deben herir.»

Darío Calabor

 

[Fuente: xlsemanal ]

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