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Recuerdos de los caídos en Irak


• SOCIEDAD •


Vista general de uno de los patios de uso común.
   Vista general de uno de los patios de uso común.

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■ Son los objetos íntimos de los soldados, algunos de ellos provenientes del campo de batalla, otros conservados por sus desconsoladas familias. Cuatro años de guerra y el balance no puede ser más desolador: alrededor de 650.000 iraquíes muertos, cerca de 2,5 millones de refugiados y más de 3.400 víctimas entre las tropas americanas que invadieron el país. Irak se ha convertido en un callejón sin salida para el Gobier aumentan de tono en la mino de Bush. En Estados Unidos, las manifestaciones en contra de la guerra. por Kate Schermerhorn fotografías de Ricardo Cases proporción que el número de féretros con los cuerpos de caídos que se reciben. 

Situada en el centro de la ciudad de La Paz, capital administrativa de Bolivia, la cárcel de San Pedro comparte pocos rasgos con otros penitenciarios del mundo. Hospeda alrededor de 1700 reclusos, que tienen que pagar el «derecho» de ingreso a la cárcel, teniendo además que costearse su vida en el penal. Compran o alquilan una celda, muchas veces compartida con su propia familia, puesto que, niños y mujeres pueden acompañar al preso en su nueva condición existencial.

«¡Taxi, Taxi!» gritan aferrados a los barrotes tres hombres flacos a todo aquél que se acerca a la entrada de la prisión. Uno de ellos, con pocos dientes y escaso cabello, ofrece su ayuda preguntando amablemente a quién buscamos. Son los llamados ‘taxis’, cuya misión es transportar el nombre de un recluso por todo el penal hasta conectarle con quien le visita. Por la ‘carrera’ reciben su propina de un boliviano. Fin de trayecto.

Existe un extraño vínculo entre ser «taxi» y ser drogadicto: parece que la mayoría de ellos viven en la sección 1º de Mayo, famosa por el consumo crónico de pasta base de cocaína, y también por ser un lugar sucio y peligroso. Allí la necesidad de conseguir dinero para comprar unos «sobres» alimenta la violencia y un rechazo generalizado entre los mismos presos del resto del penal hacia la sección y las personas que la habitan.

Droga, alcohol y violencia, sin embargo, existen en el penal de San Pedro como en todas las cárceles del mundo. Pero hay algo más, distinto, repugnante y maravilloso en este microcosmos que ocupa toda una manzana en pleno centro de la ciudad.

 

Un recluso se dispone a comprar comida en una de las tiendas-restaurante de la cárcel.

La privación disfrazada de libertad

Lo extraño y lo discrepante con respecto a la idea que se suele tener de una cárcel nace de las carencias de fondos del Estado. Los gobiernos anteriores al actual, impregnados de ideales utilitaristas y discriminadores, no han invertido presupuesto en las instituciones penitenciarias del país. Eso ha generado una suerte de autogestión de los presos que, respondiendo a la carencia y a la necesidad, han transformado a su gusto las infraestructuras del penal. Así intentan recomponer sus vidas, jugando como malabaristas con sus posibilidades de inversión económica, con la desesperación de estar sin libertad, y pese a ello, con la esperanza siempre presente de salir lo más pronto posible.

Dante Limalla, ex preso y colaborador del MLAL, una ONG italiana que se ocupa de los adolescentes y jóvenes presos de las cárceles del país, cuenta que hasta hace algunos años estaba permitida la visita de turistas en la prisión. «Entraban un mínimo de 15 turistas por día y pagaban unos 20 dólares por persona. Había agencias de viajes que organizaban tours en San Pedro y durante las visitas los reclusos escenificaban momentos típicos de la vida de la cárcel. El show consistía en gente que se peleaba con cuchillos, que se cortaba el cuerpo, que se drogaba…y todo era mentira pero hacía el ambiente más atractivo». Afortunadamente ha terminado esa hilarante forma de turismo, a pesar de que algunas guías sigan mencionando este lugar como una atracción para el extranjero, como si fuese un zoológico. En la actualidad, entran sólo las visitas de los presos que tienen la suerte de tenerlas, los representantes católicos y evangélicos de instituciones religiosas y los trabajadores sociales pagados por el Estado o por ONGs.

Un penal es un lugar especial porque cambian los parámetros del espacio y el tiempo, de lo que es y no es importante. Por ejemplo, Marco Claure, sección Chonchocorito, tiene 23 años, vive en la cárcel desde el 2003 y está sentenciado por 30 años, el máximo de la pena, por haber matado a otro joven en una pelea de pandillas. Se siente muy respetado porque su crimen es grave y reconoce con sombría tranquilidad que aunque matase ahora a otro recluso su detención no puede alargarse. No es un inconsciente, pero tampoco necesita blanquear su conciencia porque sabe de donde viene y las pocas posibilidades que le ha ofrecido la vida. Sueña con ser cantante y escribe textos a ritmo de música hip-hop: «Esta es mi Odisea…No sabes quien te entierra, Así que piensa, Antes que te arrepientas, y estés en tinieblas, o sólo celdas…vidas cambiadas, Familias acabadas, Por drogas pesadas, O negocios turbios, Así que arrepiéntete de tus pecados, Antes que sean enjaulados…»

Muchos jóvenes como Marco conviven con los adultos a pesar de que la ley no lo permite y, en esta circunstancia contradictoria, se produce igualmente otra paradoja: hay niños que nacen y crecen en la cárcel, junto con su padre recluso y su madre, que convive voluntariamente en el presidio. Y esto a pesar de que la ley 2298 del Código Penal boliviano les impide radicar en el penal. Todos aseguran que nadie maltrata a mujeres y niños porque es una norma tácita y consensuada por la comunidad del penal y se cumple de manera mucho más rigurosa que las leyes de la justicia boliviana. Los hijos viven con sus padres y la familia queda unida, compartiendo las alegrías y miserias del penal. Eso atenúa la sensación inhumana de estar encerrado en una jaula, pero sólo los más afortunados viven dentro con sus familias.

La señora Victoria Quispe dio a luz hace unos meses en la celda de su marido, Eloy Chinche, sección Guanay, condenado por asesinato y robo agravado. Es preso desde diciembre 2003 y su familia, compuesta por su esposa y cinco hijos, lleva viviendo dos años en la cárcel, compartiendo un espacio de cuatro metros cuadrados. Originaria de la zona rural, Victoria no tenía ni casa ni recursos sin su marido, ni siquiera para costear el viaje y visitarle de vez en cuando. Ella ha elegido el penal como su hogar y es por eso que decidió parir adentro, en su celda, según las reglas tradicionales de la cultura aymara. Eloy cuenta que es el segundo hijo que nace en «cautividad» y comenta que acostumbra lavar y guardar la placenta con su cordón umbilical porque tiene propiedades curativas, sobre todo si el niño nacido es varón. La pareja ha comprado su celda, propiedad que no pertenecía al Estado sino al dueño anterior, y vive llevando uno de los puestos de venta de comida del penal, donde acuden aquéllos que pueden permitirse despreciar el rancho.

Victoria puede entrar determinados alimentos a la prisión, para lo cual Eloy tiene un carné (otorgado por el delegado de la asociación que controla esta actividad) en el que están estipuladas las cantidades de aquellos productos ‘sensibles’ que ingresan desde el exterior. Por ejemplo, no está permitido llevar más de 50 mazorcas de maíz, porque con más cantidad se podría hacer chicha, una bebida alcohólica que entraría en competición con el alcohol, mercancía extremadamente «sensible», de exclusivo monopolio de la policía.

 

Un preso llama al exterior desde uno de los teléfonos públicos habilitados.

Reclusos y carceleros: las dos caras de la moneda

Este órgano de vigilancia del Estado controla y se lucra con el flujo de droga, alcohol y visitas a los presos. De hecho, los familiares, los amigos o las prostitutas que quieren entrar en la cárcel obtienen el permiso si pagan su cuota de acceso y presentan su carné de identidad boliviano. La entrada es gratuita en los días establecidos para la visita, pero siempre cuidando que no haya un comercio «ilícito» de estupefacientes y alcohol, sustancias que son la mayor fuente de ingreso de los jefes y funcionarios corruptos de las cárceles. Detenido por violación desde el 2000, Carlos Quisbert, ex policía y actual sacristán de la iglesia católica del penal, confirma que generalmente los policías bolivianos, al amparo de su posición privilegiada, también roban, violan, matan y comercian con sustancias ilegales de la misma manera que los reclusos. Los policías que controlan la entrada de San Pedro desempeñan esta labor como castigo por haber cometido alguna falta en el ejercicio de su oficio. Sus apellidos de origen indígena «Mamani, Quispe, Condori», su aspecto y manera de hablar, reflejan la misma procedencia que la población penal. Solo el uniforme verde los diferencia, como la otra cara de la misma moneda y la misma desgracia. Es difícil ver carceleros dentro de los perímetros del penal y eso hace que el régimen de la prisión no sea abierto, sino «abiertísimo». Ramón Chuquimia, sección Alamos, ingeniero minero y preso desde hace quince años por asesinato, concluye que la vida en la cárcel no es distinta a la vida de fuera, pero, sin embargo, dentro uno se siente más «libre». La paradoja en la cárcel de San Pedro no abandona fácilmente.

Alfonso P., sección Pinos, lleva detenido 4 años por tráfico de droga. Le encanta cocinar, quiere escribir un libro de recetas y dar a cada plato un nombre relacionado con el penal. Refiriéndose a su vivencia, opina que «lo primero que uno pierde en San Pedro es la familia. Le ocurre a un 90% de los presos, porque desde fuera se dan cuenta que te estás trasformando». Como una parábola del Evangelio, en el penal los más vulnerables trasformarán su cuerpo y su mente metiéndose alcohol y droga, y perderán a su esposa y a su familia. Algunos lo pierden todo; otros encuentran su pareja y la posibilidad de un sitio donde residir y procrear. La señora XXX, visitó San Pedro hace unos años como abogada defensora y conoció a XXX, preso por tráfico de droga desde hace 15 años y de nacionalidad brasileña. Se enamoraron y, desde entontes, viven juntos en la sección Pinos, una de las mejores. Hace unos meses nació XXX, su primer hijo.

 

La organización de los internos es sorprendente.

El negocio de la justicia

El preso en San Pedro puede escoger qué tipo de vida quiere llevar, dependiendo de su voluntad y la iniciativa personal, que juegan un papel fundamental. Claramente, son desaventajados los que entran sin saber cómo mantenerse y sin poder permitirse costear el alquiler o la compra de una celda.

El hacinamiento de la cárcel se agrava con la posibilidad de que a los familiares se les permita residir en su interior y la superpoblación genera una verdadera compra venta o alquiler de las celdas. No hay distinción de espacios en relación a los delitos: todos conviven con todos, pero las posibilidades económicas reflejan clases sociales y diferencias «raciales», que repercuten en la distribución de los ambientes y tareas cotidianas. Pero con celda o sin celda, todos tienen su lugar en esta comunidad de la que han sido obligados a tomar parte, aunque la capacidad de elección de lo más pobres es bastante reducida. Al igual que fuera, su condición económica los ha enjaulado en un estilo de vida del que no se pueden rescatar muchas opciones. Un alto porcentaje de los detenidos procede de zonas rurales o recién urbanizadas como, por ejemplo, la ciudad de El Alto. Constituida oficialmente hace casi dos décadas, es habitada por los llamados «residentes», aquellos que han emigrado a zonas urbanas en busca de trabajo. De origen campesino y de cultura aymara o quechua, la mayoría entra en la cárcel con un legado cultural que se plasma en ambientes tradicionales o marginales y pertenece a un entorno que, en muchos casos, desconoce la ley y habla español con dificultad.

El peso y trascendencia de su identidad se expresan en la cárcel durante las celebraciones organizadas por las iglesias protestantes y católica, las fiestas y los eventos deportivos; con frecuencia, estos actos reúnen y amalgaman los presos de todas las secciones. Para muchos, el penal reproduce una sociedad que se asemeja a su propia comunidad de origen, concretándose, de esa manera, el tópico de la prisión como sistema paralelo al mundo exterior. Seguramente hay cosas que se pueden rescatar, valorar y tomar como ejemplo de la ecléctica organización de los detenidos de San Pedro, a pesar de que muchos viven una experiencia que no les corresponde: las familias, los niños, los jóvenes y los que descuentan penas inferiores o superiores a lo que dicta la ley. Lo justo es aleatorio y, si eres pobre, es posible que incluso sea inalcanzable.

 

Ante la pasividad gubernamental, los encarcelados han organizado sus propios negocios.

Ante la pasividad gubernamental, los encarcelados han organizado sus propios negocios.

Las protestas y la esperanza siguen despiertas

En octubre pasado algunos se cosieron los labios y se crucificaron en el patio central de San Pedro, pero sus protestas no han tenid1o eco, más allá de los mas- media. Básicamente, sus demandas se centraban en la reforma de la ley 1008, impuesta en 1988 por el gobierno de Estados Unidos, con la que se pretende luchar contra el narcotráfico. Hasta ahora, con su aplicación se ha conseguido solamente la detención de personas que portaban pequeñas cantidades de droga o la captura de los cómplices de los mayores narcotraficantes. El director nacional de la institución penitenciaria, Ramiro Llanos, afirma que «la ley 1008 se ha manejado de manera discrecional para los poderosos y no así para aquellos con pocos recursos, confirmando que los gobiernos neoliberales de los últimos años han favorecido a sus amigos y familiares para evitar el encarcelamiento, y el resto de población ha quedado hacinada en los recintos penales». Los vientos políticos de cambio generados por el Gobierno de Evo Morales todavía no han soplado en el ámbito penitenciario, pero la esperanza sigue despierta.

La primera vez que acompañé en San Pedro a Dante Limalla, me sentí como Virgilio y Beatriz en la Divina Comedia. Quizá por el nombre de mi amigo, quizá porque soy italiana. El escenario fue parecido al infierno y al paraíso mezclados, pero con la diferencia de que muchos de los detenidos no han sido juzgados todavía, alimentando así la lacra que toma el nombre de «retardación de justicia»…o injusticia, es igual.

San Pedro es definitivamente una prisión distinta, repugnante y maravillosa. En qué medida represente cada una de estas cosas resulta difícil valorarlo, más allá de la retórica de las frases hechas y de nuestro concepto de «bueno» y «malo».

Será retórico decirlo, pero seguramente es «malo» que Gonzalo Sánchez de Losada, el ex presidente boliviano que también ha matado y robado, siga libre y al amparo del gobierno de Estados Unidos; es «malo» que muchos de los grandes narcotraficantes nunca hayan pisado el suelo de la cárcel; es «malo» que los jueces, los fiscales y los abogados vendan la justicia como mercantes y mercenarios al servicio del mejor oferente.

En una ocasión, una mujer, presa de la cárcel femenina de La Paz, sentenciaba que «la justicia boliviana es como una víbora que pica a los pies que andan descalzos». Como en tantos otros lugares, en Bolivia la pobreza es el peor de los delitos.

Situada en el centro de la ciudad de La Paz, capital administrativa de Bolivia, la cárcel de San Pedro comparte pocos rasgos con otros penitenciarios del mundo. Hospeda alrededor de 1700 reclusos, que tienen que pagar el «derecho» de ingreso a la cárcel, teniendo además que costearse su vida en el penal. Compran o alquilan una celda donde dormir y tener su espacio privado, muchas veces compartido con su propia familia, puesto que, niños y mujeres pueden acompañar al preso en su nueva condición existencial. La mayoría de ellos procede de un entorno de pobreza y marginación, y en la cárcel, a la vez que descuentan su pena, siguen luchando por la supervivencia.

 

[Fuente: elmundo]

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