Mirar el horizonte de Oporto como pocos lo verán nunca. Como líneas cruzándose. Como edificios que se convierten en figuras circulares. Como árboles que se convierten en maleza. Todo con la banda sonora de tu aliento. Seco y profundo.
Verlo desde fuera es otra sensación. Es ver malabaristas que compiten por ser el que hace las piruetas más rápido. Se considera una experiencia única. La octava fecha del campeonato, en esta ciudad portuguesa, congrega a 600.000 espectadores.
Los 13 pilotos tienen que recorrer cuatro continentes, 10 países y sortear obstáculos en plena ciudad: puentes, edificios... atravesar pilotes hinchables en la posición correcta, a la altura exacta. Todo eso en un avión que va a una velocidad trepidante. Su cuerpo está presionado por una fuerza de 9,8 veces su peso en las maniobras de mayor riesgo. El que lleva mi avión no lo fuerza tanto. Alcanzamos 5,5 nuestro peso, lo máximo que alcanza un conductor de Fórmula 1 en una curva extrema. Tenemos que apretar los abdominales y las piernas con el riesgo de quedarnos sin oxígeno.
Es una prueba a contrarreloj donde se debe evitar tocar las «compuertas aéreas», como se denominan los pilotes. Ellas están hechas de un material frágil que se desgarra de inmediato cuando es tocado por un ala. Al atravesarla cabeza abajo, mirando el suelo a 20 metros de distancia y 250 km/h, parecen de cemento.
«Estamos soportando siempre un esfuerzo físico tremendo. Mi sudor a veces no me deja ver el escenario», describe el madrileño Alejandro Maclean, una de las estrellas del circuito. Nacido en 1969, es el más joven de todos los pilotos. Su historia. A los 17, decidió que quería dedicarse a esto. En paralelo tuvo relativo éxito como productor de televisión. Participa en el campeonato desde su nacimiento en 2001. Ha visto crecer la Air Race desde que era una competición menor hasta convertirse en un fenómeno de masas que cada año saca a más de seis millones de personas a las calles. En este entrenamiento hay sólo un par de cientos que aplauden cuando nos acercamos a ellos.
¿Realmente está la muerte cerca? Sí. «No es lo mismo que te falle el motor en un coche a que te falle en pleno vuelo», dice Maclean. Aquí no hay pit stop, ni coche de seguridad. Es el piloto, el suelo y muchos recuerdos.
Le pasó a Alejandro. En la primera sesión de clasificación. Cuando su Edge 540 estaba a punto de terminar el circuito que va por el río Duero. El ordenador de a bordo comenzó a dar señales. El motor colapsaba. «En ese momento, a pesar de la experiencia que uno tiene, piensas en cuánto tiempo tienes para coger el paracaídas y saltar», cuenta Maclean en una rueda de prensa en el hangar. Atrás está su avión y Jesús, su ingeniero jefe, intenta reparar el motor. Eso mientras una modelo brasileña que está al lado del piloto de Pozuelo de Alarcón enseña todos los dientes.
Ella ejemplifica el glamour del torneo. Si bien, el campeonato está concebido para el público en general –que ve el espectáculo gratis– existe un pabellón Vip. Las entradas, dependiendo de la ciudad, cuestan entre 900 y 1.500 euros. Las tickets se agotan rápido. Entre sushi y champagne se cierran negocios, no esperando seis horas en el exterior a 30 grados.
El presupuesto de la competición es una incógnita. Dietrich Mateschitz (fortuna: 2.000 millones de euros según Forbes), quien concibió el torneo y dueño de Red Bull, no da cifras. Según cálculos extraoficiales, trasladar los aviones, 50 toneladas en equipos de televisión, 400 ordenadores, el mismo número de trabajadores, la torre de control portátil... sumado al sueldo de los pilotos, del personal, los seguros... el precio de montar el circo del aire superaría largamente los 100 millones de euros.
Mientras el piloto tienta un medio ocho cubano –se hace un movimiento interior de 45 grados, se da media vuelta hacia arriba, hasta enderezar el avión– la presión sanguínea aumenta. Tomar aire. Esta competición global es una de las apuestas personales de Mateschitz. Se dice que le tiene tanto o más cariño que a sus dos escuderías de Fórmula 1 (y a sus dos equipos de fútbol). Aterrizo.
He sudado poco. La cabina se abre lentamente mientras las ruedas del tren de aterrizaje desaceleran. Derrapamos a 100 km/h. El movimiento es lento, aburrido.
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