Enviado especial al cambio climático
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Atomizado. El casquete polar se deshiela en Longyearbyen, en las noruegas islas Spitzberg.
E l periodista levanta acta de los desastres del efecto invernadero en lugares de los cinco continentes. Retrata y analiza en primera persona las consecuencias en las frías latitudes de la Antártida, el África profunda o los glaciares y humedales europeos. Las repercusiones para la climatología, la flora y la fauna pueden ser irreversibles.
Nublina perpetua.
El fin de los osos Panda Sichuán, china
Chengdu, 7 de septiembre de 2007. Desde las ventanas del Hotel Tíbet no se ven las montañas. Desde este edificio, situado en uno de los barrios residenciales de Chengdu, cuesta adivinar los perfiles de los rascacielos que se elevan a menos de 200 metros, es tanta la contaminación que reina en la capital de Sichuán. Antes del seísmo que el pasado 12 de mayo asoló el este de China, era conocida por ser una de las megalópolis más contaminadas del globo y el lugar donde viven los últimos pandas. Algunos se reproducen en el Centro de Reproducción del Panda Gigante, situado en esta misma ciudad, dos de los cuales fueron regalados por el Gobierno Chino al zoológico de la Casa de Campo de Madrid.
En la Reserva Natural de Longxi-Hongkou, en un área montañosa cercana, aún pervive una docena de osos panda. Me acompañan Jesús Fernández, director técnico del zoológico madrileño, Sarah Bexell, directora de Conservación y Educación del centro de Chengdu, y Kati Loeffler, su veterinaria. Nuestro viaje certificó el alto grado de contaminación y humanización de una región cuya capital alberga a 10 millones de habitantes.
Fábricas, carreteras, explotaciones mineras y grandes presas son el paisaje habitual hasta la zona protegida, tan cercana a la urbe de Duiangyan, que en 2005 apareció un panda en sus calles. Con 450 megatoneladas de CO2, China es uno de los mayores responsables del cambio climático. También del deterioro que sufren las montañas de Wolong y su biodiversidad, incluyendo la desaparición y emigración de fauna y flora, que no tardarán en afectar al panda, símbolo viviente de la conservación.
Sin agua.
La Meseta castigada Ciudad Real, España
Tablas de Daimiel, 10 de febrero de 2008. El suelo, cuarteado de puro seco. Una barca yace sobre su costado, aún amarrada de forma inútil a la pasarela. Donde debía haber ondas provocadas por los patos, sólo se perciben huellas de todoterrenos. Ni un pato, ni una focha, ni garzas. Es cierto que de Cataluña a Extremadura apenas llueve y que la mayoría de los embalses son paisajes de sed, pero no hay mejor lugar que Daimiel, en Ciudad Real, para explicar la sequía.
Las Tablas lo tienen todo para comprenderlo: un humedal clave para la buena marcha del ritmo natural, un acuífero agotado por un ejército de pozos piratas, el cauce de un río exhausto, una naturaleza que agoniza por culpa del hombre y la mala gestión del agua, en definitiva. Apenas con un 1% de la superficie inundable cubierto por las aguas, el más pequeño de los parques nacionales españoles vive sus peores momentos. Los ecologistas piden que se le retiren las catalogaciones de Parque Nacional, Reserva de la Biosfera, Humedal de Importancia Internacional y Zona e Especial Protección para las Aves.
En parte por la sequía que los últimos años se cierne sobre el país, pero sobre todo por el uso desmedido y sin previsión de sus otrora magníficos recursos hídricos. El uso del agua está mal planificado, la eficiencia de las estructuras hidráulicas deja mucho que desear y, a pesar de ser los que menos agua tenemos, somos los europeos que más gastamos: 900 metros cúbicos por español y año en vez de los 662 de la media europea.
El fin de los hielos Spitzberg, Noruega
Longyearbyen, 21 de agosto de 2008. Desde hace unos años, el único oso polar que ven la mayoría de los turistas que visitan las islas de Spitzberg es el que les recibe en el aeropuerto. Su ferocidad disecada, fabricada por un taxidermista, refleja la triste situación que atraviesa el rey del Ártico por el calentamiento global. Según un informe del World Wildlife Found, durante las últimas dos décadas su población ha disminuido entre el 22 y el 17%. Y de seguir la tendencia, en el próximo medio siglo desaparecerá el 40% de los 25.000 que quedan. Otros estudios predicen que para 2050 el 60% de la banquisa ártica estival se habrá hecho agua.
"En temporadas anteriores, a estas alturas ya habíamos visto hasta 13 osos blancos", señala con pesar Jorgen, el guía que acompaña el recorrido por la costa del Magdalenefjorden, uno de los fiordos más espectaculares del norte de las islas Spitzberg. Sus aguas templadas por los últimos estertores de la corriente del Golfo le convierten en refugio de la fauna ártica. Pero ni por esas: ni un oso polar a la vista. Habremos de viajar 200 kilómetros hacia el norte, hasta Biscayerhuken, donde al fin descubrimos un ejemplar solitario difuminado por el atardecer otoñal ártico.
Más arriba todavía, en el islote Moffen, mientras veíamos resoplar a una nutrida familia de morsas por encima del paralelo 80, el capitán del Nordstjernen, el barco de la naviera Hurtigruten especializado en singladuras polares, me reconocía: "Podríamos navegar hacia el norte muchos kilómetros más sin divisar la banquisa, cuando hace unos cuantos veranos costaba llegar hasta aquí arriba, pues el mar solía estar helado".
El mismo espectáculo que dos meses antes me había encontrado en las aguas que rodean Qeqertarsuaq, la isla situada frente a las costas norte de Groenlandia, donde a causa de la subida del termómetro se han detectado fuertes terremotos glaciares que vaticinan una aceleración de su deshielo.
El ocaso de los glaciares Mont blanc, Francia
Chamonix, 31 de julio 2007. La Bolera ha sido y es el punto crítico de la escalada al Mont Blanc, aunque los últimos años sus peligros se han multiplicado. Este pasaje –que es obligado cruzar para alcanzar los 4.807 metros del techo de los Alpes– se lleva por delante una docena de alpinistas cada año. Debe su nombre a un corredor vertical de hielo que canaliza las piedras que se precipitan desde una pared de roca de 600 metros de altura. Son de todos los tamaños y a veces caen en avalancha, arrollando a los infortunados como en una bolera mortal. Los últimos años, la cadencia parece que ha aumentado y muchos piensan que es por el calentamiento, que ha derretido la capa de hielo que mantiene unida las rocas superficiales de la cordillera. Las temperaturas han aumentado en el arco alpino el doble que la media del resto del planeta, algo que ha provocado que entre 1901 y 2000 se haya esfumado el 65% de la masa de sus glaciares.
Aunque mucho peor es la situación de los ríos de hielo ecuatoriales. El año pasado, durante mi última ascensión al Kilimanjaro pude constatar su retirada en comparación con 2000. Esta vez sólo encontré hielo en los últimos 300 metros de ascensión y el frente del glaciar Furtwangler, cerca de la cima, estaba más retirado que entonces. Las predicciones advierten que estos glaciares podrían desaparecer entre 2010 y 2020. Los datos de 1912 de estos campos de hielo de 11.000 años indicaban una extensión de 12,1 km2; hoy no alcanzan los dos.
Desolación.
Avanza el desierto africano Zakouma, Chad
Tinga, 1 de abril de 2007. En Bon los gallos ya están cantando a las cuatro de la mañana. Aún es noche cerrada, pero las aves entonan su letanía, sabedoras del sofocante calor que les aguarda. Estamos acampados en las terrazas de Tari, la montaña sagrada de los goula, donde sopla un poco de brisa. Esto no impide que el termómetro marque 25 grados a tan temprana hora. A mi lado aún dormita el resto de miembros de la aventura. Organizada por la Fundación para la Investigación y el Desarrollo Ambiental, la expedición se realiza a la manera de las de hace un siglo, y en ella se han embarcado el antropólogo Juan Luis Arsuaga y el dibujante Fernando Fueyo. Su objetivo: conocer Zakouma, el secreto del continente negro.
Más de 3.000 kilómetros cuadrados del África de hace 100 años ha sido arrasada por el hombre blanco y ahora el cambio climático la transforma sin remisión. A 800 kilómetros al sur de Djamena, la capital de Chad –un país lindando con la criminal región de Dafour y pasto de guerrillas y furtivos sin cuento–, el parque nacional de Zakouma es uno de los últimos ecosistemas sahelianos inalterados. En el momento de nuestra visita lo dirigía el español Luis Arranz.
Aquel día que acampamos en el inselberg (un promontorio aislado por la erosión) de Bon, obtuve permiso para subir a la cima del domo granítico, eso sí, con la compañía de Aouat y Drub, dos vivaces mozalbetes que descalzos y a toda mecha me guiaron hasta lo más alto antes de las siete de la mañana. A nuestros pies se extendía la reseca llanura de Daoud. Su monótono color pardo apenas se salpicaba con pequeñas manchas verdosas de los cultivos de sorgo y berbere. "Dice mi abuelo que cuando era joven los cultivos ocupaban cinco veces más. Ahora hace mucho calor", me explicó Drub. Lo comprobamos en el regreso al campamento, cuando soportamos la fuerza de un Sol que hervía nuestros cogotes a 47 grados.
El Polo Sur ya se puede visitar masivamente Antártida
Brown Bluff, 24 de marzo 2008. Nadie lo esperaba. En lo alto de aquella colina costera contemplábamos anonadados uno de los paisajes más anhelados del mundo. Estábamos en la última punta de la península con la que la Antártida se asoma del fin del mundo. A nuestro alrededor bahías, frentes glaciares y ensenadas cubiertas de una nebulosa de pequeños trozos de hielo.
Un ruido salvaje nos sobresaltó a los integrantes de la Inspire Antarctic Expedition, una experiencia pionera de Robert Swan, el último explorador polar convertido en defensor del séptimo continente y patrocinada por Coca-Cola, que ha puesto en pie la primera base ecológica de la Antártida. En mitad del océano había estallado un iceberg de 100 metros de lado. Una tras otra, sus torres de más de 50 metros de altura se vinieron abajo.
No hacía ni media hora que el Ushuaia, el barco que nos transportaba, había pasado bajo él. Como consecuencia de la ruptura de aquella masa –que calculé debía tener unos 15 millones de metros cúbicos– se originó un tsunami que zarandeó el navío y luego produjo un fuerte oleaje en la costa.
Días después, en la misma península, de la plataforma Wilkins se desgajó un iceberg de 41 kilómetros de longitud. Normal, si se tiene en cuenta que la temperatura media de la zona ha aumentado tres grados en los últimos 50 años.
Trabajadoras.
La India que muere de sed Anantapur, India
Tharangambadi, 15 de agosto de 2006. "Cuando pusimos en marcha los primeros proyectos de la Fundación, los expertos aconsejaban a la población marcharse, pues la aridez iba a sepultar su tierra. Han pasado 40 años y hemos cambiado esa idea. Hoy la gente se queda en su tierra y, lo que es verdaderamente importante, vive de ella", cuenta Vicente Ferrer desde su despacho de la RDT, el mítico Rural Development Trust, la más importante de las ONG que operan en este territorio de la India. Lo hace mientras explica las infinitas estrategias que han llevado a cabo desde finales de los años 60 contra unas condiciones extremas, ahora potenciadas por el cambio climático global y que tienen mucho que ver con el desarrollo sostenible: pequeños embalses, microcréditos, riegos de goteo, diversificación de cultivos teniendo en cuenta su estacionalidad, apoyo a la ganadería para que no sea sólo el soporte principal de las familias.
Anantapur es la segunda zona más árida de la India, un país que se distingue por la escasez de agua en gran parte de su territorio. No es el único problema de la región. Sus habitantes están entre los más pobres del país y aquí vive gran número de dalits, los intocables, una de las comunidades más excluidas del planeta. Ferrer ha logrado respeto para esta casta y dignidad para otro colectivo marginado de la sociedad india: las mujeres.
El agua, aunque de otra manera, fue causa de la tragedia de mayor magnitud ocurrida los últimos tiempos en los estados de Andra Pradesh, Tamil Nadu y Pondicherry: el gigantesco tsunami de diciembre de 2004 originó más de 20.000 muertos y destruyó cientos de pueblos como este de Tharangambadi. "Fuimos los primeros en socorrerles; cuando llegamos no había llegado ni el Ejército", cuenta Ferrer. Todavía no se han ido: su ayuda ha alcanzado a 250.000 familias de 500 poblaciones. Barcos para la pesca, casas para vivir, técnicas para los cultivos, hospitales para su salud... todo por el agua.
La selva tropical, desprotegida Montes Azules, México
Yachilán, 4 de noviembre de 2006. "Todo esto es nuestra casa. No sabemos por cuánto tiempo, pero vamos a luchar para que sea durante mucho". Encaramado sobre la terraza de la pirámide principal de Bonampak, Manuel, el guía lacandón me contaba esto, al tiempo que señalaba las espesuras de Montes Azules que rodean la ciudad maya, su hogar y el de su pueblo desde hace más de 3.000 años.
La Reserva de Montes Azules es la selva tropical más extensa del continente norteamericano: 331.200 hectáreas en Chiapas junto a Guatemala. En 1972 el Gobierno mexicano otorgó estas tierras a los menos de 500 lacandones supervivientes de una etnia descendiente directa de los mayas, aunque en 1978, y sin consultarles nada, las declaró espacio protegido.
Las revueltas zapatistas de los 90 metieron más presión a la zona. Sus pretensiones de suelo agrícola produjeron un éxodo a la selva, talando sus forestas para establecer tierras de cultivos. La última vuelta de tuerca la han dado las grandes empresas con explotaciones forestales y ganaderas, y construcción de presas e infraestructuras.
Según un estudio de la Universidad de Washington, un gran número de especies tropicales son incapaces de soportar variaciones superiores a un grado. Algo especialmente grave en este lugar con 4.300 especies animales.
Doy vueltas a todo este lío en la Gran Plaza de Yachilán, la ciudad perdida maya junto al río Usumacinta y bajo el estruendo de los monos aulladores y los tucanes. Ellos ignoran hacia dónde camina su casa, la casa del mítico rey Jaguar IV, la casa de Manuel.
Texto y fotografías de ALFREDO MERINO
Fuente: elmundo, magazine.
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