Madonna
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M adonna, la ambición rubia.
Medio siglo le ha sobrado a Madonna para coronarse como la reina del pop. Se dejó los escrúpulos en su Michigan natal y los cambió por un explosivo cóctel de sexualidad, provocación y frialdad con el que supo embriagar a los guardianes de la fama. Por el camino cayeron amigos, amantes y compañeros de usar y tirar. Así lo describe su propio hermano, Christopher Ciccone, en «life with my sister madonna» (La vida con mi hermana Madonna). La pérdida de su madre, una violación y su egoísmo psicopático han marcado una vida intensa como la de una diva y escrupulosamente calculada como la de una estratega.
Desde su adolescencia, un solo designio paranoico habitó en su imaginario: ser tan famosa como Jesucristo, a quien utilizaría en la alquimia de su marketing sacrílego; o al menos como Marilyn Monroe, a quien plagió sus poses, su causticidad, su look y su leyenda. Todo menos su candidez. Cuando, a los cinco años, perdió a su madre por un cáncer de mama, en el inconsciente infantil de Madonna Louise Veronica Ciccone creció la semilla perversa del rechazo a los vínculos emocionales para no tener que volver a sufrir el dolor del desgarro. Creció sin arraigarse a nada que no fuera ella misma, como una máquina calculadora y fría cuyos engranajes, asistidos por la fuerza de un reactor nuclear, sólo trabajaban para un único objetivo: la fama. En los primeros pasos de su marcha implacable desde los desiertos del anonimato a los vergeles de la notoriedad universal, su canción favorita era I Will Survive, de Gloria Gaynor. Madonna no sólo sobrevivió, sino que su apoteosis final es un ejemplo de que en el destino de las personas cuenta más el carácter que el talento.
La rechazaron en sus primeros castings; algunos de los representantes a los que pretendió le dieron calabazas; Warren Beatty no la quería como partner en Dick Tracy y sus primeros críticos la compararon con un fuego de artificio: mucha alharaca y poca chicha. Ni sus primeras canciones, ni sus profanadoras performances auguraban que llegaría a ser la estrella mejor pagada del show business; pero su fe en sí misma, su testarudez y su capacidad para amalgamar con materiales de corta y pega una imagen de rompe y rasga fueron la fórmula perfecta para llegar más lejos, más alto y más rápido.
Mujer de fe. Junto a su marido Guy Ritchie, a la salida del bautizo de su hijo Rocco, en 2000.
Aunque todos los artistas se inspiran en otros, Madonna se bebió sus influencias en vaso largo. Dice otro de sus biógrafos, Randy Taraborrelli: «En sus vídeos, películas, entrevistas o sesiones de fotos uno puede ver las huellas de Marlene Dietrich, Judy Holliday, Twiggy o Lana Turner». Aunque si de alguien ha chupado la sangre esta gaznápira sin complejos es de Marilyn Monroe, la sex symbol de la generación anterior. De hecho, las fotos más célebres de Madonna son réplicas exactas de Marilyn. Con su segundo álbum, Like a Virgin, se convirtió en la reina absoluta del espectáculo imitando la seducción sexy de Marilyn, la medida gelidez de Marlene Dietrich y la cortante irreverencia de Mae West. En el venial ajuste de cuentas publicado con el título de Life With my Sister Madonna, Christopher Ciccone, el pequeño de los cinco hermanos de la megaestrella, asegura que demasiadas veces su ambiciosa hermanita mayor ha sido para él como «un grano en el culo». A juzgar por las revelaciones de Randy Taraborrelli, otro tanto podrían decir decenas de personas –amantes, novios, representantes y productores– a quienes utilizó como peldaños sobre los que trepar en su irresistible ascenso al estatuto de icono global. En la forja de esta rebelde hay tres momentos estelares: la muerte con 30 años de su madre amantísima, Madonna Fortin, una fanática católica de origen quebequés; los desencuentros tormentosos con su padre y la violación que sufrió a su llegada a Nueva York a los 19 años. Esos acontecimientos biográficos acendraron su victimismo, exacerbaron su egoísmo psicopático y se convirtieron en la energía para recorrer el camino hacia la celebridad. Se había propuesto ser la mujer más famosa del planeta y pronto se percató de que virtudes como la lealtad, la gratitud o la decencia podrían obstaculizar su carrera, de manera que decidió prescindir de cualquier código moral. Antes de aprender a cantar se convirtió en una virtuosa del cálculo, en una manipula- dora de almas y en una Scarlett O´Hara obcecada en desquitarse de la muerte que le arrebató a su madre cuando Madonna tenía cinco años. Esa angustia le marcó con la sensación del desamparo.
Matrimonio tormentoso. Con Sean Penn en un combate de boxeo, en 1987.
El precio de la fama
«No me importa si tengo que vivir en la calle o si tengo que comer de la basura. Lo haré si no hay otro remedio para el éxito», dijo tercamente. Planificó su carrera como Napoleón sus guerras, se arrancó los escrúpulos como quien se extirpa un grano y se convirtió en un prodigioso equilibrio de sexo y cerebro. De niña, para llamar la atención en su familia numerosa, además de hacer numeritos a lo Shirley Temple, se provocaba heridas o se quemaba los dedos. Luego cultivó una apostura melodramática: admiraba a los suicidas como la poetisa Sylvia Plath, el desgarro de los cantantes negros y el sincretismo religioso. Se identificaba con María Magdalena porque estaba convencida de que se acostaba con Jesucristo. Quiso ser monja; pero años después declaró que si le gustaban los crucifijos «era porque le parecían sexys. Hay hombres desnudos en ellos». Enamorada de su padre, Silvio Ciccone, un italoamericano severo, católico y tradicional, nunca le perdonó que volviera a casarse y la relación con él siempre fue una mezcla explosiva de amor y de odio. Tuvo que matarlo freudianamente para que nada se interpusiera en su camino hacia las cumbres fabulosas del éxito planetario. A los 17 años, una noche a mitad de la cena, tras la amenaza paterna de repudiarla si dejaba la Universidad, Madonna tiró su plato de spaghetti al suelo mientras gritaba a su padre atónito: «¡Deja de meterte en mi vida!». Los spaghetti pusieron todo perdido. «La mía –declaró Madonna años después– fue una familia estricta y chapada a la antigua. Cuando yo era pequeña mi abuela solía llevarme a la iglesia para amar a Jesús y ser una buena chica. Crecí con dos imágenes de las mujeres: la virgen y la puta».
A los 15 años entregó su virginidad a su compañero de instituto Russell Long, que hoy, 35 años después, es camionero en Michigan, tiene varios hijos y el recuerdo imborrable de haber descorchado un mito. En la ardiente oscuridad de un Caddy azul, ella se quitó el sujetador y le espetó: «¿Vamos a hacerlo o no?». «Supongo que sí», dijo él. «Pues, ¿a qué esperas?», le urgió ella. Esa desinhibición le dio fama de ninfómana entre los chicos de su barrio en Michigan. Por entonces recibía clases de baile en la Escuela de Christopher Flynn, que profetizó su porvenir radiante. Con él se acostumbró a frecuentar los locales gay y se percató de su poderoso atractivo entre los homosexuales. Si, como Judy Garland o Marilyn Monroe, gustaba a los gays era porque adivinaban en ella algo trágico y oscuro. Madonna decidió explotar ese filón. Su padre era ingeniero y vivían sin estrecheces; pero cuando le convino se inventó una infancia miserable para capitalizar la imagen de una Cenicienta que tuvo que vencer traumas y penalidades.
Solidaria. Junto al matrimonio Cruise, Rosie O’Donnell y su hija Lourdes, en una gala benéfica que organizó en 2007.
El asalto a Nueva York
Cuando llegó a Nueva York para ser artista, se instaló en el East Village, en un desastroso apartamento infestado de cucarachas, y sobrevivió con ganapanes varios: camarera en restaurantes de fast food o posando como modelo desnuda para estudiantes de Bellas Artes a siete dólares la hora. Con el tiempo diría que vivió de «comer latas encontradas en la basura». Cuando conoció a Dan Gilroy, integrante de una banda llamada Breakfast Club, se apresuró a tirarle los tejos: lo atrajo fuertemente hacia ella y lo besó en los labios. Tenía prisa en llegar a la cumbre y ése y otros besos eran parte del peaje. Así consiguió entrar en la banda. «Eres tan agresiva, tan desinhibida... Haces el amor como un hombre», le dijo él. «Siempre quise ser un hombre, quitarme la camiseta en medio de la calle, como un albañil», replicó ella. En la Breakfast Club debutó como cantante de rock. Se sentía una chica salvaje y malota. Cada día buscaba oportunidades en las revistas del gremio como Backstage, Show Business o Variety. Se presentó a los castings de Footloose y Fama y cuando la rechazaron, mandó su currículo al cineasta amateur Stephen Lewicki, que había puesto este anuncio en la revista Backstage: «Se busca mujer para película de bajo presupuesto. Tipo dominatrix». Su papel en ese engendro titulado A Certain Sacrifice era el de una chica que tras ser violada se venga en un ritual satánico. El filme es objeto de culto entre coleccionistas porque, además de mostrarla desnuda, contiene las primeras grabaciones de Madonna: Sunshine y Raymond Hall. Dejó a Dan porque consideró más útil seducir a Steve Bray, que escribiría y produciría algunos de sus grandes éxitos. Le duró hasta que conoció a Camille Barbone, una cazatalentos de la Gotham Agency. Camille se enamoró de Madonna y ella se dejó querer, no era la primera vez que dormía con mujeres. Camille le dio dinero, alojamiento en un piso elegante del Upper West Side, pagó la extracción de sus muelas del juicio, la cuidó como una madre y le dio sensación de seguridad tras sufrir una violación. Como el tamaño de su ambición era directamente proporcional al de su ingratitud, repudió a Camille, que acabó arruinada porque había invertido en Madonna todo su dinero. Su colección de personas de usar y tirar aumentaba cada mes. Seducía a la gente que necesitaba para su carrera, los halagaba, los besaba, les sacaba todo el jugo y los dejaba tirados. En 1981, uno de los clubes más in de Manhattan era el Danceteria, allí trabajaba como dj el apuesto moreno Mark Kamins. Cuando lo sedujo, fue él quien llevó la primera maqueta a la Warner Bros. Madonna consiguió el primer contrato: 5.000 dólares como anticipo y 1.000 por cada canción que compusiera. Madonna Ciccone ya compartía sello con los Ramones, Talking Heads, Pretenders o Depeche Mode. Era el momento de prescindir de Kamins y acechar a Jellybean Benítez, el prestigioso discjockey de Funhouse, en Manhattan. Se hicieron amantes hasta que ella consideró que necesitaba un manager de altura. El mejor del negocio era Freddy DeMann, el agresivo cuarentón que llevaba la carrera de Michael Jackson. Embarazada de Jellybean, abortó para que nada obstaculizara su camino. Empezó a salir con Steve Newman, el editor de Fresh ?4. Así consiguió su primera portada y con la misión cumplida puso tierra de por medio. «Steve –le dijo– haz frente a los hechos. Tú eres un escritor sin dinero y yo soy Madonna. Quiero decir que gano un cuarto de millón de dólares al año. Y el próximo año ganaré 10 veces más. Tú seguirás siendo un escritor don nadie». Un estupefacto Newman acertó a replicar: «¿Es eso lo único que quieres?, ¿dinero y éxito?». «Exacto», concluyó ella.
Estrella global
En los 8o, muchos músicos alcanzaron la notoriedad por la imagen que proyectaban en sus videoclips. Como Michael Jackson, con su vídeo Thriller, Cindy Lauper, Boy George o Prince subieron al podio de la popularidad gracias a tres minutos de videoclip. Pero nadie sacó más ventaja que Madonna mezclando sexualidad con rosarios y crucifijos. Vulgaridad, profanación, atrevimiento y carisma: el cóctel perfecto.
Con su segundo disco, Like a Virgin, depuró su estilo de pantera en celo y llegó por primera vez al número 1. En el tour batió un récord al vender en 20 minutos el aforo completo del Radio City Music Hall de Manhattan. Aunque vendía 80.000 copias diarias de sus discos, la crítica seguía considerándola flor de un día, pero Madonna sabía que la noción de celebrity en los 80 no tenía que ver con el talento, sino con el marketing. Fue, junto con Michael Jackson, una adelantada en intuir ese giro cultural.
Sólo cuando se convirtió en la megaestrella galáctica que siempre quiso ser tuvo tiempo para el amor desinteresado. En Sean Penn vio un alma gemela, le gustó su lado salvaje y por él dejó a Keith Carradine y también a Prince, su amante eventual. Fueron tres años de matrimonio tormentoso, les unía la pasión sexual y su admiración por Marilyn y algunos poetas muertos. El día de la boda en una finca de Malibú, en agosto de 1985, los paparazzi alquilaron helicópteros para fotografiar el acontecimiento. Aquello parecía Apocalypse Now, volaban tan bajo que las aspas de los rotores despeinaron a algunos invitados. Fue portada de Time, People y Life. Sean Penn estaba rabioso, no sabía que Madonna había organizado aquel escándalo filtrando a la prensa el lugar de la ceremonia. Antes de pedirle el divorcio, ella lo denunció por agresiones. Muerto de celos y borracho como una cuba, la encerró en su coche, la apuntó con una pistola y, cuando pudo escapar, Madonna se refugió en los brazos de John Kennedy Junior.
Lourdes, la hija mayor de Madonna, junto a su padre, Carlos León, en una cena en 2006.
El «affaire» Kennedy
Su padre había tenido un affaire con Marilyn y, como si el destino llamara dos veces a las mismas puertas, el cachorro Kennedy se sintió abducido por el magnetismo animal de la nueva Marilyn. Cuenta Randy Taraborrelli que la noche en la que inauguraron el amor, él cubrió su cuerpo con mantequilla de cacahuete y luego la lamió despacio. Madonna lo desmintió: «Tonterías –dijo–, la mantequilla de cacahuete tiene demasiadas calorías. Fue crema batida baja en grasa». Sólo la oposición de su madre, Jackie Onassis, disuadió a John de casarse con Madonna, que soñaba tener un hijo de la estirpe de Camelot. De la pérdida del elegante, inteligente, atractivo y sensible John se consoló en los brazos de Warren Beatty, a quien dio la réplica en Dick Tracy. Él no la quería en la película, prefería a Kathleen Turner o a Kim Bassinger. Lo sedujo mostrando una aparente indiferencia, postergando el momento de ir a la cama. En la primera cita ella le dijo: «Habrás oído demasiados cotilleos sobre mí, estoy aquí para decirte que todas esas maldades son verdad». Él acabó pidiendo su mano; pero para entonces ella prefería a Antonio Banderas, su compañero en Evita. En su película documental En la cama con Madonna había dicho que Antonio era muy sexy y añadió: «Debe de tenerla pequeña, porque nadie puede ser tan perfecto». Nunca pudo comprobarlo, porque Melanie Griffith sometió a Antonio a un marcaje implacable.
Tenía 37 años y buscaba un padre para su hijo. No tuvo éxito con el baloncestista negro Dennis Rodman. Lo encontró en el cuerpo perfecto de un ciclista anónimo con quien se cruzó en Central Park. Era un cubano llamado Carlos León, se convirtió en su entrenador y luego en el padre de su hija Lourdes. El cubano samaritano desapareció de su vida cuando ella tuvo lo que quería de él: un hijo. El padre para Rocco el hermanito de Lourdes, lo encontró en el cineasta inglés Guy Ritchie, 10 años más joven que ella. Lourdes y Rocco asentaron la vida de la mamma.
Ya no podía llegar más alto, había acumulado más fama, dinero y poder que ninguna otra mujer de su generación. En 2000, la revista Rolling Stone estimaba sus ganancias en más de 600 millones de dólares. Su instinto de supervivencia se había afinado tanto como el sónar de un murciélago y su alma estrenó serenidad. Su marido Guy Ritchie le prepara el desayuno en su casa californiana de Los Feliz mientras ella se dedica a la meditación, a la Cábala y al yoga. Hace un par de años adoptaron en Malawi a su segundo hijo común, David, cuya madre murió en el parto. Ahora que, a sus 50 años, Madonna ha visto todos sus sueños convertidos en realidad, ha tenido tiempo de explorar la tersura de la felicidad que se esconde entre los pliegues del sosiego. Se ha curado la bulimia de la trasgresión: es muy cansado ser rebelde toda una vida y después de los sueños que se consuman, llegan los que se roncan.
+ También ha investigado la vida de Madonna J. Randy Taraborrelli en 'Madonna. An intimmate Biography' (Pan Books).
Fuente: GONZALO UGIDOS │Magazine El Mundo. Compartir
Publicado por Fali A las: 6:38
Etiquetas: Biografías
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