Desafío a la ola asesina
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D e récord. El 28 de julio de 2006, el tahitiano Manoa Drollet descendió por la ola más grande jamás surfeada en Teahupoo. El `monstruo marino´ alcanzó los diez metros de altura.
En medio del océano Pacífico, sobre un peligroso arrecife de la isla de Tahití, se eleva la ola más impresionante del planeta. Cada año, los 45 mejores surfistas se juegan la vida en el Billabong Pro Tahití, la prueba más peligrosa del circuito mundial. Viajamos hasta este paraíso del surf en busca de emociones radicales.
Amanece sobre el arrecife de Hava’e. A media milla de la costa, las gigantescas paredes de agua que se levantan sobre el océano compiten en decibelios con los gallos por ver quién anuncia la mañana. El Pacífico –nombre que aquí suena a broma– se impone; apenas son las seis y decenas de tipos tumbados sobre tablas aguardan la llegada de la ola más salvaje de la Tierra. La más espectacular, la más gruesa, el tubo más peligroso... Por eso ‘el Billabong’, como lo conocen los tahitianos, la tercera prueba del circuito mundial de surf (WCT), es una cita de culto para el surf profesional.
Encajado entre montañas que recuerdan al hogar de King Kong y un arrecife de coral vivo donde conviven tiburones, langostas, mantas y todo tipo de fauna y flora marina tropical, el diminuto pueblo de Teahupoo vive con agitación la llegada del campeonato. Un mes antes, esta localidad de menos de 800 habitantes y viviendas esparcidas a lo largo de tres kilómetros aparece desierta. Pero de pronto, en mayo, se llena de visitantes ansiosos por disfrutar de la famosa ‘ola al final de la carretera’.
Uno de los primeros en llegar es Andy Irons, hawaiano de pelo rubio, cuerpo fibroso, tres veces campeón mundial y rey de Teahupoo en 2002. «Es el sitio más peligroso donde he surfeado. La masa de agua es enorme, el arrecife queda justo debajo y está vivo, como compruebas cuando te golpeas contra él –asegura antes de revelar su fórmula para enfrentarse al monstruo–. Cuando veas venir la ola, no remes a su encuentro. Siéntate y espera, deja que venga. Rema entonces tan rápido como puedas. Mira la punta de tu tabla, levántate y... reza.» El consejo de Irons es difícil de seguir. Más que nada, porque cuando uno se enfrenta a las olas de Teahupoo no da tiempo siquiera de encomendarse a Dios. La fuerza con la que el mar se vuelve vertical sólo es comparable al estruendo que el `muro´ produce al desplomarse sobre el agua. Como si se derrumbara una casa de cuatro plantas.
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Gradas flotantes
El evento tiene lugar a 700 metros de tierra. El público se concentra en el agua entre las olas gigantes y las montañas puntiagudas de la isla de Tahití Nui.
Teahupoo significa ‘muro de calaveras’. Antes de eso, el lugar se llamaba Matahihae: ‘ojos llenos de rabia’. De lo que se deduce que la violencia no es patrimonio exclusivo del mar. Los enfrentamientos entre vecinos salpican de sangre la historia de la región. El cambio de topónimo, por ejemplo, derivó de una batalla en la cual los vencedores decapitaron a sus oponentes para señalar con una empalizada de cráneos los nuevos límites territoriales. El mar, sin embargo, es un elemento vital de la mitología, como lo es de la vida. Aquí, los más ancianos aún establecen un paralelismo entre la crueldad de la guerra y la furia de su ola para inculcar valor a sus descendientes: «¡Aprende del furioso océano!», exhortan.
Manoa Drollet ha sabido escuchar a sus mayores. Sabe que el coraje consiste en dominar el miedo, no en no tenerlo. A sus 30 años, este corpulento tahitiano, cuyo nombre significa ‘puro’, se dedica a recorrer el mundo en busca de olas gigantes a las que desafiar. Profesión en la que se inició a pocos metros de su casa. En Teahupoo, por supuesto, es el héroe local. Hace dos años se deslizó por la pared más grande jamás surfeada en el arrecife. Diez metros de agua en vertical. «Era la segunda de la serie, un muro enorme con un gigantesco labio –recuerda Manoa, con calma, como si hablara de un inofensivo paseo en bicicleta–. Al llegar abajo me frené un poco, giré la tabla para entrar al tubo; sientes la fuerza de succión amenazando con engullirte, y luego me fui hacia adelante mientras el agua explotaba como si fuera un enorme edificio.» En ese momento, Manoa desapareció dentro de un gigantesco barril de agua. A poca distancia, en los botes todos aguardaban con el corazón encogido, hasta que reapareció como una bala, gritando, excitado, sobre el rugido del mar. Mejor que lo explique el propio Manoa: «Es como ir a todo meter en un coche y tomar una curva cerrada. Sólo piensas en lo que has de hacer para salir vivo. Cuando sales, te sientes de maravilla».
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Jugarse la vida
Surfear aquí es muy peligroso. En 2000, Briece Taerea murió al estamparse contra el coral. En 2004, Nathan Hedge [foto] se retiró de la final con un hombro dislocado.
Viendo a Manoa todo parece sencillo, pero el peligro es real en una ola que rompe tablas a discreción y escupe a metros de distancia, como si fueran muñecos, a curtidos campeones como Andy Irons. La primera vez que el propio Manoa se atrevió con Teahupoo, con apenas metro y medio de ola, fue arrojado por el tubo contra el coral. «El bañador, destrozado y la pierna y la espalda, cubiertas de sangre», recuerda. En 2000, su paisano Briece Taerea no tuvo tanta suerte. Murió tras ser engullido por cinco metros de agua y estamparse sobre el arrecife. Ese año, el brasileño Neco Padaratz también estuvo cerca de no contarlo. «A él no le gusta recordarlo, quedó traumatizado –recuerda su coterráneo Renato Hickel, representante de la Asociación de Surf Profesional (ASP) en las pruebas del WCT–. Era una ola de tres metros. Quedó enganchado en el coral. La corriente no lo dejaba salir, se le enroscó el invento [cuerda que sujeta la tabla al tobillo], no conseguía respirar, entró en estado de shock; cuando lo sacaron, echaba espuma por la boca.»
La fuente del inmenso poder de Teahupoo surge de una singular acumulación de elementos, uno de esos caprichos brutales de la naturaleza. Todo empieza a 4.000 kilómetros de aquí, en Nueva Zelanda. Allí se forman marejadas que cruzan el Pacífico sin oposición hasta que, poco antes de toparse con el arrecife de Hava’e, la profundidad marina pasa bruscamente de 2.000 metros a uno; las aguas que van mar adentro chocan con las que avanzan hacia tierra y, de pronto, a 700 metros de la costa, surge ese tubo que cae como una guillotina sobre el coral, grueso y violento como ninguno en el mundo.
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Besar el coral
A sus 30 años, Manoa Drollet conoce como nadie el arrecife. La primera vez que se atrevió con Teahupoo, de adolescente, fue arrojado contra el coral. «Tenía la pierna y la espalda cubiertas de sangre», recuerda.
Por todo ello el Billabong Pro Teahupoo es una cita con la que sueñan los 45 mejores surfistas del mundo [entre ellos Aritz Aranburu, primer español de la historia en el WCT], esos elegidos que, cada año, recorren el mundo de paraíso en paraíso, 11 en total, compitiendo por el trono del surf en playas de Australia, Hawái, Brasil, Indonesia, Suráfrica, California, Tahití, Fiyi, Francia y España [en Mundaka, Vizcaya, a partir del 29 de septiembre]. «Teahupoo es la ola más poderosa que conozco –asegura el australiano Taj Burrow, vigente subcampeón mundial–. Al ser un arrecife, el fondo nunca varía y rompe siempre en el mismo lugar. No importa el tamaño, aquí sientes el verdadero poder del océano.» También es una de las más cortas del circuito. Apenas hay tiempo de meterse en el tubo y hacer un giro al salir. Apurar un poco más implica bailarse un `agarrao´ con el coral. «La primera vez que vine pensé: `Es una locura´ –recuerda Burrow–. Empecé a hacer giros y de pronto me vi casi sobre el arrecife. Pero fue genial.»
Entre las preferencias de los profesionales, Teahupoo supera incluso a Banzai Pipeline, la ola hawaiana que acoge la prueba final del WCT, el Billabong Pipeline Masters. Hasta los años 60, las palabras «Banzai Pipeline» provocaban escalofríos a los surfistas. Una criatura ‘insurfeable’, una ola enorme, hueca, superficial y peligrosa como ninguna. Por décadas fue la reina suprema, el tubo más grande, grueso, redondo y retorcido. Hasta que, a final de los 80, el planeta surf descubrió Teahupoo.
Nadie mejor que Kelly Slater, ocho veces campeón del mundo, de largo el surfista más laureado de la historia, para ilustrar el cambio de poderes. En 1998, con seis títulos en el bolsillo, aburrido [y millonario], colgó la tabla. En 1999, el WCT llegó a Teahupoo por primera vez. Slater vio las imágenes y un año después, como wildcard [junto a los Top 45, en cada prueba hay tres invitados], conquistó el arrecife tahitiano. «Esta ola me hizo recuperar las ganas de competir. Es un tubo perfecto», asegura Slater. En 2003, el de Florida regresó oficialmente a la élite, ganó de nuevo en Tahití, con un esguince en el tobillo, y aún repitió en 2005. Este año, sin embargo, Manoa, que acabó segundo como wildcard, lo mandó a casa en tercera ronda.
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Rey de Teahupoo
Bruno Santos, de 24 años, sorprendió al héroe local, Manoa, en la final. El brasileño, que participó como invitado, obtuvo su primer triunfo en el circuito mundial.
Organizar la prueba le cuesta a Billabong, la mayor marca australiana del sector textil y deportivo, unos 2,5 millones de dólares, con diferencia, la cita más cara del circuito. La dotación, como las del resto del WCT, es de 320.000 dólares. Comparado con otros deportes de mayor difusión es poco, comenta Bushy Mitchell, director de la prueba desde su primera edición, allá por 1999: «Es decepcionante. Piense en un golfista: camina, golpea una bola y se lleva un millón de dólares. Los surfistas se juegan la vida, desafían al mar, verlos es adrenalina pura, y no pasan de 60.000. ¡Es absurdo!». Un ejemplo, los ingresos en premios de una leyenda como Slater, 14 años en lo más alto, no pasan de 1,7 millones de dólares.
Asegura Mitchell, de hecho, que un evento como éste no tiene nada que envidiar, en organización y logística, a otros deportes. «Es único en el mundo –explica Mitchell, que pasa cuatro meses al año en Tahití para hacerlo todo posible–. Hay que traer casi todo el material desde Australia, la torre de jueces queda en medio de un arrecife, el público está en el agua: padres e hijos, personas bebiendo alcohol, todos quieren acercarse, olas de más de dos metros y medio... Es muy peligroso.»
Dicen los profesionales que nada se compara a surfear un tubo perfecto, pero el espectáculo desde una colchoneta a unos metros de esos engendros marinos es igualmente irrepetible. En Teahupoo, más de 400 personas se alinean a tiro de piedra de los surfistas en botes, motos, canoas o a nado, sintiendo de cerca la fuerza aspiradora del mar. Cada vez que se alza un paredón, los motores aceleran, resuena un coro de agitación y todos miran hacia atrás, para ver si la última lancha supera la ola antes del estallido. En nueve años de historia del `Billabong´ nunca ha habido desgracias entre el público.
Para los lugareños, el evento es una mina de oro. Aquí no hay hoteles y sobran los dedos de la mano para contar los restaurantes. Por un mes, sin embargo, florecen los chiringuitos, donde la especialidad es el pescado crudo en leche de coco. La oferta incluye atún, pez espada, pez cirujano, mahi-mahi, mero, raya, langosta... Con un arrecife tan agitado en el vecindario, comida no falta. «Con lo que ganamos, nos da para vivir casi todo el año», asegura Carlos Ataer, un funcionario que aprovecha sus vacaciones para arreglar el presupuesto familiar.
Ante la escasez de alojamiento, los tahitianos ofrecen sus casas. Algunos, incluso, acampan en el jardín para dejar sitio a los huéspedes. En los dominios de Amaru Fritz conviven 20 personas con los siete miembros de su familia. Fritz es el paradigma de la hospitalidad local, tan tahitiana como el tatuaje que preside su pecho. «Abro mi casa a todo el que quiera. No sólo por el torneo», afirma con su sonrisa perenne. Por la noche, con un casco de minero que alumbra el arrecife, persigue peces voladores a la luz de la Luna. De pronto, para el motor e ilumina el fondo del océano. «¡Mira, un tiburón!», señala. Se oye el rumor de las olas que rompen contra el coral.
Los días pasan demasiado rápido en Teahupoo y todo termina con el triunfo del brasileño Bruno Santos, un wildcard de 24 años. En la final ha derrotado a Manoa, ante la decepción de sus pasianos. En la marina de Teahupoo, Santos está al borde del llanto. «He surfeado los mejores tubos de mi vida. Es un sueño hecho realidad», confiesa. La originalidad no es su fuerte. Dominar las olas de Teahupoo, sí. ¿Alguien se atreve?
Fernando Goitia
SURFISTAS CON NOMBRE PROPIO
TAJ BURROW
El actual subcampeón mundial fue, con 19 años, el surfista más joven en clasificarse entre el Top 45. No se ha perdido una sola edición de Teahupoo en nueve años.
JOEL PARKINSON
Las olas gigantes son la especialidad de este australiano de 27 años. Tercero en Teahupoo, ocupa el segundo lugar en la clasificación del circuito mundial (WCT).
ARITZ ARANBURU
Con 23 años, Powertxiki es el primer español que accede al WCT, entre los 45 mejores del mundo. Desafortunadamente, las lesiones lo han relegado al puesto 42.
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