Marco Pantani
Entre los grandes. El ciclista posó en 2003 para un especial con motivo del centenario del Tour como una de las estrellas en la historia de la ronda gala.
■ Marco Pantani.
{ 13-I-1970 14-II-2004 }
“Después de ser humillado,¿cómo no vas herirte a ti mismo?”
Ciclista.
Nacido en Cesena (1talia), su gran año llegó en 1998, cuando ganó el Giro y el Tour, y fue considerado el mejor escalador de la década. Apodado “El Pirata” por lucir un pañuelo en su cráneo rapado, fue expulsado del Giro de 1999 tras comprobarse que se dopó con EPO. Esta sanción marcó su declive. Murió solo en un hotel de Rimini debido a una sobredosis de cocaína purísima.
“Disfrute con nosotros de unas vacaciones en libertad”. La pancarta benefactora recibe invariablemente a todos los clientes del hotel Le Rose. También a Marco Pantani, cuyo aspecto degradado y destruido sorprendió al conserje en la mañana luminosa del 9 de febrero. No parecía El Pirata, pero lo era. Tampoco venía a cuento reservar plaza en un hotel veraniego, pero el ciclista italiano decidió alojarse completamente solo entre los frágiles muros de la habitación D5, una especie de dúplex hortera y económico –una tarifa de 55 euros la noche– que nunca abandonaría con vida.
Había decidido dejarse morir, aunque el calvario comenzó unos meses antes, exactamente cuando la organización del Tour dispuso que el campeón de 1998 no formaría parte de la última edición de 2003. Porque estaba acabado.
Pantani nunca volvió a rendir profesionalmente desde que le despojaron de la maglia rosa en junio de 1999 –dopaje por exceso de hematocrito (nivel de oxígeno en la sangre)–, pero la exclusión de la última ronda francesa le puso delante de los ojos una evidencia que se resistía a admitir.
Fue entonces cuando amenazó con abandonar la bicicleta, cuando padeció la sacudida de una fortísima depresión y cuando comenzó a recurrir a los estupefacientes. Especialmente la cocaína, cuyos restos de color blanco aparecieron esparcidos junto al cadáver el día 14 de febrero, es decir, cuando el juez de guardia certificó la defunción. Tenía 34 años.
Las últimas palabras de su vida las escuchó el recepcionista, pero desilusionarían a quienes esperan una despedida operística o literaria: “Por favor, no quiero que me moleste nadie ni que vengan a arreglar la habitación”, dijo antes de atrincherarse.
Momento final. Literalmente, puesto que el ciclista italiano comenzó a mover los muebles más contundentes y a colocarlos en la puerta de la habitación. No quería que nadie pudiera interrumpir el derecho a la intimidad de la muerte.
Unos meses antes, Marco Pantani había recibido la oferta de un nuevo equipo, el Stajer, pero el ciclista no estaba en condiciones de sopesarla. Había engordado 15 kilos –luego serían 30– y comenzaba a tambalearse su entorno. 1ncluida la familia. Sobre todo porque el padre del campeón intentaba poner fuera de su alcance los bienes económicos. Era el modo de preservarlos de la droga y de llevar hasta el último extremo el acuerdo que ambos habían establecido unos meses antes de la tragedia: el patrimonio y el dinero de El Pirata, en una cuenta de Luxemburgo, permanecían a nombre del progenitor, de modo que el ciclista disponía de una pensión vitalicia y de una tarjeta de crédito más o menos vigilada.
El dinero terminaba en mano de los camellos.
Cuatro de ellos han sido incluidos en el sumario, pero el juez no puede atribuirles el pecado de venderle cocaína adulterada. Porque El Pirata la consumía pura, purísima.
Ahora su tumba en Cesenatico (costa Adriática), está recubierta de flores, carteles, epitafios y pañuelos. 1dénticos a los que el tipo acostumbraba a ajustarse en las escaladas míticas de la montaña francesa e italiana, cuando conquistó consecutivamente el Giro y el Tour.
Todos los días vienen a visitarle algunos vecinos, algunos aficionados, algunos jerifaltes federativos, siempre dispuestos a rectificar cuando es tarde, pero El Pirata no ha perdonado a todos. Murió matando. Hasta el extremo de que había escrito un testamento incendiario entre las nueve páginas arrugadas del pasaporte, más o menos como si la fotografía y los datos personales concedieran al manuscrito toda la legalidad y toda la responsabilidad de un certificado de últimas voluntades.
Mensaje póstumo.
La Policía no quería divulgarlo públicamente, pero Manuela Ronchi, mánager del campeón, tuvo el valor de leerlo a lágrima viva en la iglesia de San Giacomo con ocasión de las tristísimas y solemnes exequias. “He sido humillado por nada, he pasado cuatro años de tribunal en tribunal... Así perdí el deseo de ser como otros deportistas. Con todo esto, el ciclismo ha pagado y ha perdido. Y yo sufro al escribir esta carta... Pero el mundo debe saber que mis colegas han sido humillados, espiados en sus habitaciones con cámaras escondidas. ¡Cuántas familias han sido arruinadas! Después de todo esto, ¿cómo no vas a herirte a ti mismo? Estoy en este país con las ganas de decir que ‘hasta la victoria’ es un gran objetivo para un deportista, pero lo más difícil es haber dado el corazón por un deporte con accidentes y lesiones, y siempre lo he superado. Pero, ¿qué es lo que queda? Hay tanta tristeza y rabia por la violencia en que la Justicia a ratos ha caído”.
Las palabras retumbaron incriminatoriamente dentro de la iglesia y pudieron escucharse en los aledaños gracias al despliegue de unos cuantos altavoces. Era un funeral estrictamente privado y familiar, pero los vecinos de Cesenatico se movilizaron bajo la sombra benefactora de San Giacomo para despedir a Pantani con banderas piratas y pañuelos negros ajustados sobre la cabeza.
Extraña paradoja. Marco Pantani había muerto completamente solo y desahuciado en la habitación de un hotel de Rimini, pero las honras fúnebres congregaron el mismo gentío que acostumbraba a aplaudirlo en las subidas por las duras rampas del Mortirolo.
Porque la ceremonia era una vendetta plebiscitaria, una redención popular cuyos titulares podían leerse abiertamente en las pancartas que ayer empapelaban las calles de Cesenatico: “Marco, te han matado”, “ahora eres libre, Pirata”, “pedalea hasta el cielo”, “eres inocente, pero ellos no...”, “adiós Pirata, campeón incómodo, asesinado por el deporte”.
El entierro no ha acallado los rumores ni las vomitonas dialécticas. Sobre todo por culpa de un duelo femenino entre su última novia –Chrisne Jonsson– y su última amante, Elena Korovina. Una holandesa y una rusa con torpe acento italiano que han decidido saltar a la fama sobre las cenizas de un pájaro muerto.
[Fuente: Rubén Amón]
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