María Antonieta
■ María Antonieta, la soberana francesa a quien nunca quiso la plebe.
Hija de los emperadores autriacos Francisco I y María Teresa, nació en Viena en 1755. Tenía sólo 12 años cuando fue elegida para casarse con el futuro Luis XVI de Francia y 15 cuando se convirtió en su esposa. Su frivolidad y extravagancia la hicieron impopular entre la plebe.
Es una de las monarcas más populares de la Historia y protagonista, muy a su pesar, de la Revolución Francesa que cambió el mundo. Su extravagancia y frivolidad no le impidieron ser honesta consigo misma y con su dinastía hasta el último aliento de su vida.
Era hija de los emperadores austriacos Francisco I y María Teresa. Su nacimiento en Viena, el 2 de noviembre de 1755, vino precedido por los ecos del fatídico terremoto que había asolado Lisboa justo el día antes. Acaso aquel terrible suceso se constituyó en un claro augurio del seísmo que ella misma provocaría en Francia algunas décadas después.
Tuvo una infancia marcada por la ternura y las atenciones que sus padres depositaron tanto en ella como en sus hermanos, aunque la pequeña archiduquesa nunca mostró querencia por los estudios y sí en cambio por la diversión, de la que siempre logró ser abanderada.
Sus biógrafos aseguran que, a pesar de su falta de pericia en la instrucción académica, sobresalió en otras cuestiones como la danza o el juego social, donde destacó por su innegable encanto, sumado a una belleza exquisita que la posicionó entre las princesas europeas más codiciadas por los herederos regios. De ese modo, con sólo 12 años, fue elegida para unir su vida a la de Luis Augusto, duque de Berry y futuro rey de Francia.
La boda se celebró por poderes el 19 de abril de 1770 y, casi un mes más tarde, ambos jóvenes se vieron, por primera vez, en el bucólico bosque de Compiègne. Si bien, a decir del futuro Luis XVI, en la noche de bodas no pasó nada de relevancia. Apenas cuatro años más tarde fallecería Luis XV, cediendo el testigo monárquico a su hijo, más ocupado en lides gastronómicas o festivas que en la buena conducción del Estado, el cual se debatía en profundas conmociones que exigían cambios políticos, económicos y sociales.
Mientras tanto, los monarcas permanecían en su palacio de Versalles ajenos a las inquietudes de la plebe y sin que terminase de llegar la ansiada descendencia, asunto que generaba toda suerte de rumores y leyendas infundadas sobre la condición frívola de la reina, a la que incluso acusaron de escapadas libertinas al amparo del anonimato procurado por la noche.
Al fin, nació una niña, en 1778, a la que llamaron María Teresa. Le seguirían dos varones: Luis José, en 1781, que moriría sin cumplir los 8 años y Luis Carlos, llegado al mundo en 1785. Éste hubiese sido el futuro Luis XVII de no ser por la revolución que estalló en Francia, en julio de 1789, que acabó con la centenaria institución monárquica que había detentado el poder absoluto hasta ese momento.
Los revolucionarios nunca quisieron a los soberanos y menos aún a María Antonieta. La llamaban despectivamente la Austriaca, al entender que la reina era, en el fondo, por su origen natal, fiel aliada del eterno enemigo austriaco.
En 1791 la situación se tornó insostenible para la nobleza francesa y sus afines. Muchos aristócratas optaron por un forzoso exilio en el extranjero, incluidos los propios monarcas que huyeron camuflados con ropajes plebeyos. Pero su trasiego en compañía del joven delfín Luis Carlos quedó interrumpido en la localidad de Varennes, donde la familia real fue descubierta y devuelta a París para ser encarcelada a la espera de acontecimientos.
Semanas más tarde, Luis XVI juraba la nueva Constitución revolucionaria sin que pudiese evitar el creciente malestar de la plebe hacia la institución por él representada. El estallido de la guerra, en 1792, entre Francia y Austria acrecentó las dudas existentes en torno a María Antonieta, quien no podía entender cómo su trono de inspiración divina se hundía en aquel fango terrenal abocado a la locura de la guillotina.
Finalmente, en septiembre de dicho año se implantó la república, dejando a los monarcas franceses sin apenas apoyos internacionales y sometidos a la inclemencia de los tribunales populares.
En enero de 1793, Luis XVI era condenado a muerte, poco más tarde la triste María Antonieta fue separada de su hijo, el delfín, en quien había depositado sus esperanzas de futuro y que tan sólo lograría sobrevivir tres años más.
La propia reina fue conducida a juicio, demostrando en las sesiones sobrada dignidad y valentía, lo que no impidió su condena a muerte por traición al país cuya corona ciñó con tanto orgullo.
El 16 de octubre de 1793 su bella cabeza fue guillotinada y exhibida ante el delirio del populacho como el triunfo final de la Revolución Francesa. Comenzaba así un auténtico reinado del terror que culminaría con la llegada al poder del decisivo Napoleón Bonaparte.
[Fuente: Juan Antonio Cebrián]
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