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FUNCIONARIOS.- Los que funcionan muy bien

Pobrecitos los funcionarios que funcionan

“Tengo que reconocer —salvo excepciones, ¿eh?, que no todo el monte es orégano— que sólo he encontrado funcionarios amables y, en general, competentes”. De mi época de andanzas por el Este durante la guerra fría, la imagen visual que más recuerdo es la de las colas, las enormes colas de personas que se formaban ante cualquier establecimiento público, administrativo o no, de viajes, de restauración o de ocio. No por masoquismo de quienes formaban las filas, claro, sino por la ineficacia del sistema. Comparativamente, Occidente parecía Jauja. Yo me preguntaba entonces cómo sería la España que Larra había hecho tristemente famosa con el “vuelva usted mañana”.

Aquí también tenían cierta mala reputación —temo que justificada— los funcionarios. Esos funcionarios que, ante cualquier petición del ciudadano contribuyente, le respondían con mala uva y casi agrediéndole con la mirada. Siempre comprendí que hay ciudadanos muy, pero que muy pelmazos, que hasta gustan de estorbar sin necesidad. Reconozco que yo no los aguantaría, pero tampoco tengo la desagradable misión de ganarme la vida detrás de un mostrador o una ventanilla ante ciudadanos que me pagan y para los que estoy a su servicio.

Pues bien: de mis recientes merodeos ante la Administración Pública, tengo que reconocer —salvo excepciones, ¿eh?, que no todo el monte es orégano— que sólo he encontrado funcionarios amables y, en general, competentes. Aún los conscientes de la pesadez innecesaria de tantos inquirientes, se arman de sus mejores sonrisas y su mayor paciencia para atender cualquier información, cualquier solicitud. Por poner algún ejemplo, las empleadas —azafatas o no— de los aeropuertos, cuya paciencia me parece santificante cuando tienen que atender tantas y tantas motivadas reclamaciones.

Esa es la cuestión: el malo no es el funcionario sobre el que recaen todas las culpas y que también tiene que pagar las de sus jefes, que procuran tranquilamente no ser vistos por la marabunta y que hasta se permiten el cachondeo de regañar o despedir a quienes pagan por ellos. Los impresentables no son los funcionarios, sino que lo es el sistema. La mayor parte de las veces que hay que merodear de ventanilla en ventanilla, de día en día, de mesa en mes…, el pobrecito funcionario —bueno: no todos, ¿eh?—, es la primera víctima, ante un sistema caótico que la Administración no sólo no simplifica y aligera, sino que embarulla más cada día. A veces uno se pregunta por qué convierten en difíciles los trámites más sencillos.

En vista de lo cual, creo que el más sorprendente nombramiento de los últimos tiempos es el de Elena Salgado como ministra de Administraciones Públicas. Tan aficionada como es en meterse donde nadie la había llamado y hasta en las vidas privadas ajenas, tiene ahora una ocasión inmejorable para poner orden en el desaguisado administrativo, aclararlo, simplificarlo y organizarnos la vida. ¿O lo convertirá en peor todavía? Siendo producto de otra idea ‘original’ de su jefe, a lo peor consigue demostrar el axioma de D’Ors: toda situación desesperada, puede empeorar.

[Fuente: José Luis Balbín] Divúlgalo

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