■ Cuando les he dicho que no conocía al fiambre pero he cubierto más de 900 km para hacerle guardia, me han ofrecido un consomé reconstituyente.
Ha fallecido la duquesa de Oyarzun, en su solariega casa de aquella localidad guipuzcoana, casi fronteriza con Francia, entre los bosques machos del Jaizkibel. No la conocía de nada, pero me he visto inducido por el ánimo a acudir a su entierro.
Si todos los portadores de títulos nobiliarios actuáramos con sentido de grupo, nuestros entierros serían fabulosos. Pero no lo tienen, excepto algunos, entre los que me encuentro yo, mismamente. Vuelo a Bilbao y en taxi hasta Oyarzun. Al llegar al solar de doña Victoria –“Vichori”– Oquendo-Ezpeleta Petit de Ochandiano, duquesa de Oyarzun, he sido amablemente recibido por un zaguanete de bienvenida compuesto por veinte jóvenes de ambos sexos. Me han dicho unas palabras en vascuence, que he agradecido con un leve movimiento de cabeza, y he ingresado por la puerta principal.
Al hacerlo, un señor muy cordial me ha advertido y recomendado cuidado al abandonar la casa. “Le han dicho que usted no es vasco ni nada, y que si no se marcha a su tierra, le van a dar una patada en los huevos”.
Lamento haber sonreído a esos jóvenes mientras me decían tamaña grosería. La duquesa finada, Victoria Oquendo-Ezpeleta Petit de Ochandiano, es bastante poquita cosa. A la derecha de su ataúd, es velada por los Oquendo- Ezpeleta, de profundas raíces y sentimientos vasco-españoles. A la izquierda del féretro, con pendientes en las orejas y camisetas sudadas con un mapa en el pecho, están los Ochandiano, porque los Petit no han aparecido. Los Ochandiano también están divididos, y mientras unos piden la independencia, otros se conforman con la soberanía compartida, y los menos, con la autonomía. Un lío, y así están, que parecen todos muy mayores, con tanta discusión familiar.
La gente, muy correcta. Todos, menos los del mapa y los pendientes, me han saludado con respeto y cortesía. Cuando les he dicho que no conocía al fiambre, pero he cubierto por respeto más de novecientos kilómetros para hacerle guardia, me han ofrecido un consomé reconstituyente maravillosamente condimentado. Eso no lo tenemos los andaluces. Me refiero al arte en la cocina. El taxi me espera y debo llegar al aeropuerto de Bilbao a las ocho de la tarde.
Cabezazo ante la muerta, abrazos a sus deudos los Oquendo-Ezpeleta, saludo lejano a los Ochandiano, y al abandonar el hogar de los Oyarzun, alguna pedrada del grupo recibidor, con la fortuna de que sólo una me ha alcanzado en el muslo izquierdo. Un “ertzaina” que había por ahí me ha felicitado por la suerte que he tenido. “Para que digan que los vascos no tenemos respeto por los demás. Sólo le han dado en una pierna”. Y le he dicho que sí, que tiene toda la razón del mundo. De vuelta a casa, medianoche vencida, Marsa me interroga, “Me ha dado mucha pena lo de “Vichori”, le he dicho para que me deje dormir. –¿La conocías?–; –Desde niño–; –Buenas noches, mi amor. ¿Y ese moratón en la pierna?–; –Un pellizco. Ya sabes cómo son de cariñosos–. Herida de guerra. Cumplimiento marquesal del deber.
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