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LOS 462 HIJOS DE REPUBLICANOS QUE ACOGIÓ MÉXICO

Llegaron, tras una larga travesía de 18 días, al puerto mexicano de Veracruz el 7 de junio de 1937. Eran los primeros exiliados de la Guerra Civil española. El Gobierno de Cárdenas acogió a aquellos pequeños, conocidos como los niños de Morelia, hasta el final de la contienda. Pero la mayoría nunca regresó a España y tuvieron grandes problemas para sobrevivir: Algunos de estos supervivientes nos cuentan qué fue de ellos.

El 7 de junio de 1937, 462 niños arribaban al puerto de Veracruz huyendo de una Guerra Civil que ya golpeaba con dureza desde el aire a las principales ciudades españolas. A bordo del Mexique, los primeros exiliados eran unos niños -de entre 5 y 14 años a los que les hicieron creer que se iban de colonias para embarcarlos hacia el único país que nunca reconoció el régimen de Franco y del que jamás regresarían.

Aquella mañana de junio, familias completas, cientos de espontáneos, autoridades y hasta la banda municipal se agolparon en el muelle para recibir a esos chicos con cara de hambre y pelo rapado que miraban perplejos las primeras piñas y mangos que habían visto en su vida, obsequio de la multitud.

En un acto de solidaridad con la república, el presidente Lázaro Cárdenas recibía con los brazos abiertos a 264 niños y 198 niñas reconvertidos en "huérfanos de guerra" por la propaganda oficial y que estarían allí hasta el final del conflicto. Al día siguiente, todos los periódicos del dedicaron sus portadas a esos pequeños de pantalón corto y maleta de cartón que pasarían a la historia como los niños de Morelia.

Antonio Aranda tiene 81 años y ha pasado la mayor parte de ellos al frente de las sastrerías que posee en Ciudad de México. Nació en Linares (Jaén), pero vivía en Barcelona cuando su madre lo inscribió, con 10 años, en una de las listas organizadas por el Gobierno republicano para evacuar a los niños de los bombardeos. "Nos concentraron en el Hotel Regina y dieron una maleta de cartón y algo de ropa, aunque muy poca porque íbamos a estar sólo unos meses. Un día, nos juntaron en un tren con otro grupo que venía de Valencia. Corría el rumor de que querían bombardear el tren, así que salimos rápidamente por la noche camino de Burdeos y ya no pude despedirme de mi madre".

En el puerto francés esperaba un viejo buque de la Armada que los llevaría a América. "No teníamos ni idea de dónde estaba México. A mí sólo sonaba Pancho Villa y los gorros de paja que había visto en las fotografías", explica hoy, recién jubilado. Huérfano de padre y con todos sus hermanos en el frente, Antonio emprendió un viaje que dura ya 7o años.

Aurora Correa (8o años) pasó los 18 días de travesía mareada y vomitando. Aunque tenía entonces 11 años, recuerda con nitidez las bombas que caían sobre Barcelona, las sirenas, los refugios y los primeros muertos que vio en su vida. "Así que en el barco todo era alegría. Nos reí amos mucho porque nos llevaban de colonias y nadie había montado a tes en un transatlántico. Lo pasamos fenomenal".

En el mismo buque viajaba también una profesora, Dorotea Pascual, Dorita. Con 29 años, era la más adulta del grupo. "Yo era maestra y miembro de las juventudes comunistas, así que acepté el encargo con la idea de volver en cuanto acabara la Guerra", recordaba con un hilo de voz apenas audible a este periodista poco antes de morir (2004). Ella había dejado atrás a su familia y sus clases en un diminuto pueblo asturiano al que nunca volvió. Tampoco regresó Amparo Batanero (75 años), que salió de Madrid con 5 años y hoy preside la asociación que cada año reúne a este grupo de ancianos que durante décadas fue "enorme familia de 5oo miembros".

Muestras de cariño. Después del barco, el viaje en tren. Amparo recuerda como una gran fiesta cada apeadero por el que el ferrocarril pasaba en su camino a Morelia, capital del Estado de Michoacán. Durante todo el trayecto, la multitud, arremolinada junto a las vías, les esperaba con música y comida para poder abrazarlos. En Morelia, las autoridades habían escogido un inmenso internado para albergarlos. "La gente hizo que, desde el principio, nos sintiéramos bien. Aquel internado y toda la nación se desvivió por nosotros", rememora Aurora.

Fiel al espíritu socialista-populista que impregnaba el país en los años 30, el internado de Morelia intentó aplicar con los niños un estilo educativo de corte comunista y castrense con marchas, cánticos y formaciones que hicieron del lugar un pequeño cuartel. "El resto, fue un oasis de atenciones. La comida era siempre buena. Nueva para nosotros, pero buena. Por entonces también había hambre en México, pero a nosotros siempre nos tocaba un poco más que a los niños mexicanos. Incluso la ropa era mejor", señala Antonio.

Con la sexualidad a flor de piel, pronto las niñas más mayores se convirtieron en un problema que solucionaron repartiéndolas entre distintos grupos de religiosas españolas. "A mí me tocó con la orden del verbo encarnado. Nosotros, que cantábamos 'mueran los curas, abajo las monjas' y La Internacional, ahora vivíamos en un convento. De repente, éramos unas señoritas... Así que cuando podíamos nos fugábamos", continúa con sus recuerdos Aurora.

Concluida la Guerra Civil, el entusiasmo popular hacia los chiquillos comenzó a desvanecerse y la opinión pública reprochaba a Cárdenas que se desviviera con los niños españoles mientras miraba hacia otro lado con los mexicanos. "Además, asolamos la ciudad. Nos volvimos vandálicos y pedigüeños. Nos hicimos ingratos para la agente de Morelia, y las mismas personas que nos abrieron las puertas, después nos las cerraban".

Los más afortunados fueron adoptados. Otros escaparon y muy pocos siguieron estudiando pasados los 16 años. "La mayoría nos fuimos a la Ciudad de México y a Puebla a buscarnos la vida. Nos creíamos ya hombrecitos... Yo fui a parar a la panadería que tenía un español. Trabajábamos como animales. Dormíamos sobre los sacos de harina y nos pagaban muy poco, pero muchos empezábamos en esa panadería", cuenta Antonio. De ahí, una frustrante intentona en Texas y vuelta a México. "Regresé y no tenía dónde ir, ni dónde comer. Fue una época muy dura. Éramos 30 ó 40 niños de Morelia viviendo en la calle, durmiendo en los parques, en los billares o en los portales. Estaba jodido y arruinado", recuerda.

Dolores Pla, nieta de emigrantes y la principal estudiosa del grupo, sostiene que los niños de Morelia rompen con la imagen tradicional que se tiene del exilio: personas formadas, intelectuales, profesores o científicos. "Ellos provenían de familias muy humildes y aquí estaban muy solos y sin referencias".

Paradójicamente, el grupo se encontró en suelo azteca con las dos Españas que habían dejado en la Península: republicanos y nacionales. "Cuando llegamos se nos intentó catolizar. Traíamos fama de rojos, republicanos anticuras", recuerda Antonio. También el exilio los repudió sin que los organismos de ayuda se ocuparan de ellos.

Sin estudios y abandonados a su suerte, para la mayoría volver a España se convirtió en obsesión. Con 21 años y gracias a un programa de repatriación Antonio pisó de nuevo Barcelona. "El reencuentro con España y con mi familia fue horroroso. Yo tenía otra imagen de lo que había dejado. México éramos libres y, de repente, nos encontramos con un país que lo controlaba todo lleno de guardias civiles y de curas. Mi familia tampoco e misma". Pocos años después y huyendo del servicio mil itar cruzó los Pirineos hacia Francia para volver, ya de forma definitiva, a México.

Vuelta a España. Para casi todos, el regreso es un agrio recuerdo de desencuentros familiares. Tampoco España era la que ellos idealizaron. Se encontraron un país represivo y gris que les recordaba siempre que eran hijos de la derrota"Era incompatible en todo con mi familia", se lamenta Arora. "De toda mi vida, lo único que no perdono es ese dolor del desencuentro. Once años idealizando a tus padres con cartas, noticias, telegramas..., y todo se desvaneció en tres meses".

Para la especialista Dolores Pla, a pesar del desamparo en el que creciron los críos, el grupo logró integrarse en la sociedad. La propia maestra que un día viajó con ella decía que estos niños "han tenido mucho mérito. Se criaron solitos y han sido hombres y mujeres de bien a pesar de que crecieron sin nada". Algunos, incluso llegaron a destacar en la vida académica del país como Tomás García, profesor en las universidades de Washingto y Georgia, o los hermanos Arnauda, famosos jugadores de fútbol. El escultor Julián Martínez fue el más reconocido y sus estatuas de Zapata, Pancho Villa o León Felipe están hoy diseminadas por todo México.

A pesar del tiempo, el rechazo que recibieron del exilio republicano es una espina que aún les duele a muchos. "Nos queda el estigma de que jamás fuimos reconocidos en España. Sí reconocieron a los exiliados en México y también los niños que huyeron a Rusia, pero a nosotros no. De Franco no esperábamos nada, pero después, injustamente no se ha hecho nada. La sociedad que formamos los niños de Morelia fue una España única. Cada uno de un lugar, con sus diferencias y sus orígenes. Éramos una España que entonces no existía ni en la Península", concluye Aurora.

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